Gerda Taro en Pingüinos en París

 

Hoy, 26 de julio, se cumplen 80 años de la muerte de Gerda Taro, nacida Gerta Pohorylle  en Stuttgart el 1 de agosto de 1910, y fallecida en El Escorial el 26 de julio de 1937, aplastada accidentalmente por un carro de combate durante la Guerra Civil.

Gerda Taro in Hat, 1936 vintage gelatin silver print, 24,6 x 18,1 cm.

Uno de los personajes más destacados de la novela es la fotoreportera Gerda Taro. En mi novela se cuenta su llegada a París, cómo conoció a Robert Capa  y su vida en común. Ambos fotógrafos compartieron su tiempo, su amor  y sus fotografías, sobre todo, en el marco de la Guerra Civil Española; tanto, que todavía hoy es complicado saber con exactitud que fotos con la firma de Robert Capa fueron obra del artista húngaro o de su pareja la genial Gerda.

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Gerda en París, fotografiada por Capa.

 

Fragmento de Pingüinos en París.

La joven andaba por la rue de la Convention admirada del multicolor septiembre parisiense. Un rayo solar dibujó en su melena castaña de tonos dorados un aura insólita. Era delgada pero no flaca, perfil griego y mirada penetrante, de cuello largo como los cisnes de las óperas wagnerianas, o eso le gustaba creer; algo menuda para la energía que transmitía, de andares constantes como si a cada dos pasos uno de ellos fuese un pequeño vuelo sobre la calzada.
La Alemania que había dejado atrás estaba siendo barrida por una tormenta de proporciones impredecibles que todo lo fagocitaba: historia, derechos, cultura y libertades. Una nación llena de peligros, sobre todo para ella, colaboradora del Partido Obrero Socialista de Alemania. En una de las numerosas manifestaciones universitarias
quedó aislada del grupo de compañeros y rodeada por elementos nazis que no dudaron en aporrearla. No le dolieron los golpes ni los cortes, le lastimó más la sensación de impotencia. El hecho de ser judía le había forjado una especie de caparazón donde las exclusiones no dañaban, aunque dolían de una forma física y vital.
Recordó aquel primero de agosto cuando decidió abandonar el lugar donde imaginó ser feliz. Cumplía 23 años, la edad en la que se consolidan las personalidades según el entorno y el suyo estaba maldito por la cruz gamada. Llegar a la Ciudad de la Luz significó alcanzar un horizonte abierto. Gerda se sintió sola, pero libre. Después
de las primeras noches con el recuerdo de una patria que ya no existía, decidió salir del caparazón del autoexilio y apareció por las conferencias de los círculos izquierdistas opuestos a los gobiernos conservadores que mandaban en aquella Francia, más interesada en agradar a Hitler que en ser fiel a su pensamiento revolucionario y a su histórico culto a la razón. A los pocos meses había contactado con otros refugiados. En una de esas reuniones alguien le proporcionó la dirección del eminente psicoanalista René Spitz, un vienés de familia húngara, especializado en traumas infantiles. Ambos se sintieron muy identificados en su exilio parisino, tanto que el psicólogo- pediatra le ofreció un empleo como secretaria en su consulta.
Dejó sus ensoñaciones al percatarse del joven de la cámara fotográfica que estaba a su espalda. Le había delatado el cristal del escaparate de la tienda de confección cercana al hospital Saint Jean de Dieu. Gerda se giró lentamente. Era un guapo veinteañero de amplia sonrisa, cabello moreno y ondulado, rostro cuadrado y simétrico.
Todo en él denotaba un especial temperamento. Una Leica colgaba de su cuello, grueso y poderoso, como el de un atleta de los pasados juegos olímpicos en Los Ángeles. Él levantó su cámara.
– ¿Puedo hacerle una foto, señorita?
– ¿Cómo? – exclamó Gerda en francés.
El joven captó el acento alemán de su interlocutora.
– Soy fotógrafo, me gustaría… – le dijo en alemán.
– Perdona, pero no te conozco – respondió ella con cierto nerviosismo.
– Yo sí, te he visto en sueños.
– Pues tendrás que seguir con tus ensoñaciones…
Gerda giró sobre sus talones, se sintió azorada, notó que tenía la cara roja.
– Espera, espera. Soy reportero gráfico, bueno, o eso pretendo. Me gusta captar rostros interesantes, fisonomías especiales. Nací con esta cámara colgada del cuello.
Ella sonrió por primera vez.
– Y haciendo fotos desde la cuna, ¿no?
– Exacto.
A partir de aquel momento, el hielo de la indiferencia se fue deshaciendo lenta pero inexorablemente.
– Endre Ernö Friedmann – dijo él extendiendo su mano.
– Gerda Pohorylle. ¿Eres judío? – preguntó.
– Sí, húngaro… pero he vivido en Alemania, en Berlín.
Hablaron sin parar durante largo rato, como si el tiempo no existiera.
– Aquí sería bonito – dijo ella, al llegar a los jardines de Saint Lambert.
– ¿Bonito?
– …Sí, hacer la foto.
– ¡Ah, la foto!
Endre preparó su cámara y disparó varias veces. Luego se acercó
a Gerda. Ella le esperaba, al llegar a su altura levantó las manos por encima de su cabeza y las pasó por detrás del cuello del joven. La Leica chocó contra el pecho de Gerda que se puso de puntillas y buscó los labios de Endre. Aquel sería el primer beso y las primeras fotografías de la pareja; y a estas seguirían muchas y muchos más.
Pasadas algunas semanas decidieron compartir cama y séptimo cielo en el piso de Gerda en Port Royale. Acudieron a las veladas parisinas de los amigos de Endre, otros fotógrafos deseosos de retratar la vida… y tal vez la muerte, entre ellos dos amigos inseparables,Chim y Henri Cartier-Bresson. Durante estas soirees Gerda se introdujo en el círculo intelectual que frecuentaba Endre y él en los políticos en los que se movía ella. Ambos universos proporcionaban grandes oportunidades para compartir reflexiones e ideas en un ambiente de generosa amistad. Nadie iba con pensamientos preconcebidos
o absolutamente cerrados, los intercambios de simpatías y los razonamientos abiertos daban riqueza a los diálogos. Llegados a puntos de acuerdo se felicitaban mutuamente. Endre se dedicó a enseñar a Gerda los secretos de la fotografía.
– Busca en las almas. Lo que hay detrás del iris humano, lo que la gente normal no ve.
Gerda empezó a interesarse por el arte de Endre. Comenzaron a trabajar juntos. La capacidad de aprendizaje de la joven y el interés del húngaro estimularon a la alemana para convertirse en una gran profesional. Cada nueva foto le permitía escrutar en la vida del retratado; a través de los rostros accedía a una puerta vedada para los demás…

Por Fred Stein

Gerda fotografiada por Fred Stein en París

 

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Foto de autor anónimo de Gerda Taro

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Detalle de la foto anterior

 

 

Fragmento de Pingüinos en París

Una noche Endre llegó ya pasadas las nueve al apartamento que compartían. Entró en el dormitorio. Gerda estaba haciendo la cama, un lecho con más vocación de ser deshecho que la de permanecer en perfecto estado de revista. Se descolgó la cámara y se acercó a ella. No podía verle el rostro, estaba un poco inclinada sobre el cubrecama
en el intento de perfilar los pliegues bajo los almohadones. Se acercó y la abrazó por detrás. Ella ladeo la cabeza para que ambas mejillas se encontraran. Lentamente se giró hacia Endre hasta sentir la fuerza de su deseo pegada en su vientre. Se elevó sobre las puntas de sus pies menudos para mejorar la posición, como quien busca frente a la hoguera entrar en calor.
– ¿Vas a hacerme el amor? – dijo con la mayor naturalidad.
– Tal vez – repuso él con la mirada llena de avidez.
– ¿Termino de hacer la cama o la deshacemos?
– Depende ¿Qué hay para cenar?
– Todavía no he hecho nada…
– Pues entonces, vamos a volar.
Todo pareció ponerse en movimiento en el dormitorio. Las prendas de Endre volaron por encima de la cabeza y aterrizaron en el suelo de la alcoba. Ella se quitó la poca ropa que llevaba puesta y quedó desnuda ante el joven. Él la contempló durante un instante y ella percibió su deseo. Una mezcla de ternura y sensual apetito les envolvió y sus cuerpos sintieron la más feliz de las atracciones y parecieron levitar hasta aterrizar en la cama donde se sintieron en posesión de todos los anhelos. Cambiaron de postura media docena de veces para tratar de perfeccionar el acoplamiento, de sentir más, de amar con toda la intensidad de la que eran capaces…
Felices y jadeantes se sentaron en la cama mirándose el uno al otro. Gerda se abrazó al almohadón y apoyó la cabeza en el pecho de Endre.
– ¿Cómo ha ido la entrevista?
– Mal, les encantan nuestras fotos, aun así dicen que no tienen salida.
– Lo de siempre ¿no?  Pohorylle y Friedmann no venden ¿eh?
– Ah, sí fuésemos americanos… norteamericanos.
– Ja,ja, un poco tarde, o tal vez un poco pronto.
Gerda se puso de pie en la cama. Su grácil figura botaba sobre el lecho. Endre reía.
– ¿Qué ocurre? ¿Algún baile nuevo?
– No, tonto, ya lo tengo… hay que inventar un fotógrafo americano.
Se sentaron como dos niños a buscar un seudónimo que pareciera
lo más norteamericano posible. Gerda sonrió.
– Tiene que ser un nombre corto, impactante…cinematográfico. ¿Cómo se llamaba el actor de la película del otro día?
– ¿Robert Taylor?, el de Camille…
– Ese, justamente.
– Pero, no Taylor, ¿verdad?
Ella estalló en una carcajada. No, no. Dime… ¿Cómo se llama el director que ganó el Oscar este año?
– Frank, Frank Capra.
– No me gusta… tal vez Capa. ¿Qué te parece?
– Robert… Robert Capa. No engañaremos a nadie, no obstante podemos intentarlo.
Días después con la seguridad del nuevo personaje que habían creado fueron a visitar a Lucien Vogel, redactor jefe de la prestigiosa revista Vu. Les recibió en su despacho de la redacción, con mucha simpatía aunque disponiéndose a sacárselos de encima con toda la cordialidad de la que era capaz.
– Pasad, pasad, pareja. ¿Algún nuevo reportaje? – dijo, haciendo acopio de paciencia.
– Sí – repuso Gerda–. Pero esta vez no es nuestro.
– Bien, vosotros diréis – dijo Lucien, acomodándose en el sillón de piel tras su mesa de despacho.
– Es un trabajo de Robert Capa, ese reportero gráfico americano tan bueno de quién ya te habló Endre.
– ¿Robert Capa?
– El mismo.
– ¿Cuándo me hablaste de él?
– El mes pasado…cuando te comenté sus trabajos para Life.
– No recuerdo. ¿Y dices que es norteamericano?
– Sí, y muy famoso, le conocí en Estocolmo.
Mientras tanto, Gerda había ya abierto la carpeta de piel con las fotografías del reportaje de Capa. Lucien, envuelto por la curiosidad,
estiró ligeramente el cuello para apreciar de soslayo las fotos. Gerda las sacó parsimoniosamente, una a una, y las mostró al entusiasmado editor.
– Son buenas. ¿Para quién me dices que trabaja?
– Bueno ya te comenté que para varias agencias y revistas, y tú me sugeriste que te enviara algún trabajo…
– ¿Yo? No recuerdo… ¡Ah, son buenas, muy buenas! – exclamó mientras las miraba con admiración – ¿Creéis que…? – dijo al fin.
– ¿Si trabajaría para Vu? Pues claro – respondió Gerda–. Por eso nos dio las fotos…
– Pero no en exclusiva – añadió Endre.
– Claro – dijo Lucien, mientras guardaba las fotos.
Ya en la calle los dos jóvenes rieron a mandíbula batiente su inocente y necesario engaño. Aquel fue el primer reportaje de Robert Capa, no sería el último. Había nacido un mito.

Gerda Taro (1910-1937) une des premières femmes photographes de guerre. Liée à Robert Capa. Elle mourit sur le terrain en Espagne.

 

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Fotos de Gerda por Robert Capa o Fred Stein

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Fragmento de Pingüinos en París

Gerda Taro comprendió que había nacido para fotoperiodista cuando vio como sus instantáneas surgían mágicamente del revelado.
Los resultados le daban la necesaria seguridad y la idea de conseguir un buen reportaje le parecía ahora más cercana. Contemplaba sus fotografías con una fascinación casi mística. No había sido fácil, sometió sus primeros trabajos al juicio de Endre y esperaba con impaciencia ver aparecer la sonrisa en sus labios si el resultado le complacía. En ocasiones, cada vez menos, él fruncía el ceño y pronunciaba el peor de los juicios. “Bueno, no está mal”. Porque Gerda no se conformaba con una simple respuesta diplomática. Entonces interrogaba a Endre hasta que él comentaba los ajustes, desenfoques o luces que faltaban o que sobraban en la foto. Así fue volviéndose metódica y práctica, sin obsesionarse; sabía que tenía el don de contemplar por el obturador lo que el ojo humano no puede captar a simple vista.
En cambio Endre Endrö poseía la seguridad del que ya sabe, su Leica había ya retratado personajes importantes y gentes insignificantes en cualquier calle de Budapest, Berlín o París. Rostros y expresiones distintas que le otorgaban el privilegio del buen hacer. Había encontrado en Gerda una compañera y una socia eficaz, pero sobre todo una pareja. Le encantaba ver como paseaba por la casa con el encanto de la desnudez de su metro y medio de altura. Bastaba. Sus formas eran tan proporcionadas como las de la diosa Circe y eso mantenía felizmente encantado a Endre. El pequeño engaño que ambos inventaron sobre la autoría de sus fotos funcionaba. Su amigo Lucien Vogel de Vu les había perdonado su estratagema, con la condición de que sus fotografías llevaran la firma del nonato  periodista norteamericano. Por eso, la llamada de Lucien a su hogar de la rue Vauvin no les pilló de sorpresa, si acaso el destino que les propuso.
– Ha estallado una guerra civil en España, quiero fotos, muchas fotos.
Gerda y Endre llegaron a Barcelona el 5 de agosto. La ciudad todavía conservaba las huellas de la batalla sostenida durante el levantamiento de los militares del 19 de julio. Por las calles de la capital catalana, grupos de hombres armados preparaban la defensa de la ciudad en previsión de un ataque de los golpistas. Nadie confiaba
en nadie y las Milicias Antifascistas de Cataluña compuestas por sindicalistas, en su mayor parte de CNT, pedían la documentación a todo el mundo puesto que cualquiera podía simpatizar con los sublevados. Se alojaron en un pequeño hotel de las Ramblas y apenas una hora después de deshacer el equipaje llamaron al fotógrafo Pere Català Pic. Català les acompañó a la Oficina de Prensa y Radio, en el 442 de la Avenida del 14 de abril y que dirigía Jaume Miratvilles. El fotógrafo barcelonés hizo las presentaciones. Miravitlles se mostró entusiasmado.
– Verán – dijo –. Esta oficina ha sido creada, precisamente, con el objeto de dar a conocer al mundo nuestra lucha en favor de la democracia. Cualquier testimonio gráfico del frente o de nuestra retaguardia que facilite la comprensión del conflicto en el extranjero nos será absolutamente valioso.
Les extendieron los oportunos permisos para transitar libremente como periodistas y fotógrafos. Gerda fotografiaba con su Old Standard Rolleiflex binocular a niños vestidos de milicianos y a milicianos sintiéndose como niños. Endre cargó con una de sus Leicas para captar el dolor y el miedo. Había pasado muchas horas de su adolescencia en busca del reportaje más verídico y real y allí estaba, representado por la crueldad de una guerra entre hermanos, la muerte de inocentes o los enfrentamientos por pensar de forma distinta. Poder figurar en sus instantáneas el sabor de una comida que puede ser la última o plasmar el olor de la Parca. También la gloria de la defensa de unos ideales o la esperanza de una revolución liberadora y justa. Gerda encontró la belleza en las barcelonesas embutidas en su mono miliciano, dispuestas a maquillarse después de hacer instrucción en la playa, e irse de paseo por las plazas de Barcelona. Tenían el perfume de las rosas al abrirse, las espinas para defenderse y la conciencia de que son hermosas y libres. Retrató a una pareja de enamorados despidiéndose. Él estaba a punto de subir a un coche oficial, llevaba galones de teniente y el distintivo del cuerpo jurídico, el haz de los lictores y una corona de hojas de roble rodeándolo. Ella le susurraba algo al oído, a cau d’orella como decían los catalanes. Gerda, a pesar de estar muy cerca, no entendió las palabras de la enamorada; le pareció italiano, tal vez catalán. Les pidió permiso con un gesto señalando a su cámara. El oficial asintió con la cabeza. Se limitó a disparar un par de instantáneas donde se reflejara lo hermoso de aquel adiós, que Gerda deseó interiormente que fuese solo momentáneo. Lo comentó con Endre.
– ¿Sabes? Hoy he podido retratar el amor. Ha sido a una pareja despidiéndose y he conseguido captar la emoción sobrecogedora de la joven diciéndole al oído que lo amaba. Se notaba que estaban enamorados, como nosotros.
Él sonrió mientras cargaba una película nueva en la Leica.
– Yo he visto el primer muerto. Ha sido en una de las calles, no era un miliciano, era un fascista que trataba de huir de los guardias de asalto. Le han dado el alto y no se ha detenido. Ha caído de bruces, no he podido acercarme. Un grupo de curiosos rodeaba el cadáver…
Ella le acarició el pelo ondulado y bruno cayendo sobre la frente.
– Deberías cortártelo un poco.
– ¿Como el tuyo? – dijo él, mientras sus dedos recorrían la media melena de ella. Gerda apoyó la cabeza en el pecho de Endre.
– ¿Y cómo sabes que le decía que lo amaba?
– ¿Quién?, ¿la pareja que te he contado? –. Endre asintió.
– No hizo falta oírlo, lo sentí.
Él miró aquellos ojos esmeralda que lo habían cautivado. Por algo que no sabía explicarse, tuvo la convicción de que Gerda había encontrado la senda de la comunicación entre el sentimiento y el obturador.
– Eres genial, pequeña.
Ella se excitó, al fin le concedía el mérito de la excelencia sin la necesidad de ver previamente la foto revelada. Confiaba en ella.
A partir de entonces sí fueron un equipo. Ambos firmaban como Robert Capa, así sacaban el máximo provecho a sus virtudes. Él buscaba la acción, cerca, muy cerca del espacio y del momento donde surgía: un soldado herido; un miliciano con su fusil; un coche cargado de ugetistas; el interrogatorio de un prisionero fascista y siempre cerca, entre semblantes guerreros. Ella, en la exploración del personaje y sus emociones, unos jóvenes asomados en la ventana del local de su partido; una miliciana con la mirada perdida al infinito; un niño entretenido en sus juegos. Siempre en pos de paisajes interiores. En ocasiones, amanecía con la imagen fotografiada el día anterior con tal nitidez en su memoria, que luego no le sorprendía verla salir de la cubeta de ácido, tal y como la había imaginado.
En cambio, Endre esperaba el revelado como un oráculo, como una sorpresa inesperada que aportara nuevos gestos y mayor dinámica a la escena.

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Gerda y Robert en España

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Niña refugiada en Barcelona. Atribuida s Robert, pero, posiblemente de Gerda.

 

Miliciana practicando el tiro. Gerda Taro.

Fotografía de Capa por Gerda Taro, publicada en LIFE

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La famosa foto de Gerda del niño  miliciano:  «Niño con gorro».

Fragmento de Pingüinos en París

Gerda y Edro regresaron a España. Las fotos tomadas el otoño anterior habían aparecido en distintas publicaciones tanto europeas como norteamericanas. Una de las fotos de Gerda, durante la arenga en Villa Alicia, había aparecido en el prestigioso Illustrated London News del 24 de octubre. Pasaron por La Granjuela, en el Valle del Guadiato en Córdoba, a finales de junio por encargo de The March of Time. El fotógrafo Robert Capa era solicitado por todos. Solo que los trabajos del apócrifo estadounidense salían tanto de la Leica III cromada de Endre, como de la Leica II lacada en negro de Gerda.
En el puerto de Almería estaba atracado el buque de guerra Jaime I y solicitaron permiso para fotografiar al barco y a los marineros, que posaron gustosos para Gerda. Luego recorrieron el frente sur por Motril y Calahonda. Sin embargo, la obsesión de ambos era llegar a la asediada Madrid, aunque eran conscientes de que encontrarían muchas dificultades para conseguir los oportunos permisos.
Gerda recurrió de nuevo a Miravitlles para que le facilitara su desplazamiento a Madrid. El Comissariat les facilitó un camión y los permisos especiales necesarios. De nuevo el perfume de la rosa había vencido a los obstáculos.
Llegaron a la capital a finales de noviembre. A pesar del cerco a que les tenían sometidos los sublevados, los madrileños llevaban con humor, determinación y mucha hambre su situación. Se alojaron en el hotel Florida, residencia habitual periodistas y fotógrafos extranjeros. El hotel, situado en Gran Vía esquina Plaza del Callao, era un batiburrillo de reporteros de todas las nacionalidades, en las mesas del salón de desayunos escribían las crónicas de la mañana para enviarlas a los periódicos de medio mundo. Prácticamente, el total de sus doscientas habitaciones estaba siempre ocupado; oficiales republicanos compartían algunas de ellas y se turnaban cuando no tenían servicio en la Ciudad Universitaria o de paso para los frentes.
Gerda subió a la habitación en un vuelo, ¡estaban en Madrid! Le gustó el decorado del cuarto, abrió la puerta de la pequeña terraza y se asomó al balcón que daba a la plaza. Docenas de madrileños pululaban de un lugar a otro como hormigas. Y no se equivocaba, eran como insectos recolectores en busca de cualquier cosa para llenar el buche o llevarla al hormiguero. Madrid estaba hambriento en vísperas de la segunda Navidad en guerra. Gerda, aunque consciente de tanta escasez, se sentía especialmente dichosa de estar allí. Se metió en aquel impoluto baño y dejó que el agua de la ducha fluyera libremente por todo su cuerpo. Llamaron a la puerta. “Probablemente será Endre”, pensó, mientras se secaba. Se envolvió con la toalla y acudió a la llamada. “¿Endre?”, preguntó. Oyó la voz de su amado asintiendo. Entonces dejó caer la toalla y quedó, como decían los milicianos, como su madre la trajo al mundo. Abrió entonces la puerta de par en par. El botones que cargaba con las maletas quedó más boquiabierto que el propio Endre. Gerda pidió perdón y corrió a taparse. El fotógrafo se partía de risa y el muchacho estuvo a punto de no aceptar la propina que le tendía, dándose por bien pagado con la visión de aquella guapa y menudita extranjera de pechos redondos. Endre cerró la puerta y sin dejar de reír se fue directo a la cama, ella había perdido hacía ya un rato la toalla. Madrid olía a pólvora y Gerda a rosas.

STUTTGART DEDICA MUESTRA A GERDA TARO, FOTÓGRAFA DE GUERRA Y PAREJA DE CAPA

Foto de Gerda a los marineros del crucero republicano Jaime I. Pocos días después el barco fue hundido.

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Niños con milicianos. Foto de Gerda Taro.

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Foto atribuida a Gerda captando una miliciana. Nota importante: Un amable lector me comenta que la foto es de Davis Seymur -Chim – (1948) y se trata de una joven palestina. He podido averiguar este extremo y aunque en la mayor parte de los lugares en que se menciona se da a Gerda como autora, en la página de Magnum Photos se da como autor a Chim con fecha de 1951. Dejo la foto para agradecer al aportación y por su calidad artística.

 

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Entierro del general Luckas, foto de Gerda.

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Foto de Gerda tomada por Robert Capa, encontrada en la «maleta mexicana» y probablemente en su apartamento en París. El apartamento de Robert y Gerda en París, fotos de Ana Elisa Martínez

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Fotos de Gerda por Robert Capa, en el frente de Córdoba

La Grajuela en Córdoba. Fotos de Gerda.

elrectanguloenlamano: DOS FOTOGRAFÍAS MÁS HECHAS POR GERDA TARO EN CERRO MURIANO Y DESCONOCIDAS HASTA AHORA, DESCUBIERTAS Y UBICADAS: MOMENTOS DE PREMUERTE

Foto de Gerda a un miliciano en Cerro Muriano.

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Foto de Gerda en Cerro Muriano

 

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Controversia. ¿Foto de Robert Capa o de Gerda Taro?

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Fragmento de Pingüinos en París:

Llegó un nuevo año cargado de presagios. Aquel invierno fue frío en Madrid, nevaba copiosamente en la Ciudad Universitaria como si los copos quisieran ocultar la suciedad y la sangre, lavar los rostros de los defensores y limpiar las intenciones nefastas de los francotiradores. A principios de año Gerda y Endre se trasladaron
a vivir a la sede de la Alianza. “Aquí estaréis mejor. No tenemos las comodidades del Florida, pero es más divertido”, les dijo María Teresa.
En febrero arribó un tornado a la capital. No en la forma acostumbrada de fenómeno atmosférico ciclónico, sino humana; grande en envergadura, en talento y en peso, de una gran energía exterior y complejos conflictos interiores. Se trataba de Ernest Hemingway, un escritor asiduo visitante y admirador de España. Esta vez venía como corresponsal de Newspaper Alliance y lo primero que hizo fue instalarse en la habitación 109 del Florida, agotar las reservas de whisky del hotel y ligarse a Martha Gellhorn. Ya en sus ratos libres, entrevistaba a los brigadistas internacionales, sobre todo a los de la brigada Lincoln, compuesta por estadounidenses. Algunas veces aparecía por la Alianza a revolverlo todo y a todos. Su amistad con John Dos Passos y un proyecto cinematográfico común, le granjearon las simpatías de los residentes.
Todas las experiencias de Madrid, los galanteos de John Dos Passos, la libertad vital de María Teresa, o la personalidad mitómana de Hemingway, hicieron pensar a Gerda que se puede compartir el mundo sin dejar de tener uno propio. Se lo expuso a Endre con la mayor naturalidad y con la mayor firmeza. “Tú serás Capa y yo Taro”. Él la miró y se limitó a sonreír. “Eso no lo has pensado esta mañana”. “No”, respondió. A partir de aquel momento, Robert Capa fue el alter ego de Endre y Taro el de Gerda. Los trabajos que realizaban juntos se firmaban como Capa & Taro. Las fotos aparecidas en Regards y en Ce Soir y Volks-Illustrierte, en marzo, llevaban la nueva firma de Photo Taro. Se sintió feliz como una rosa al despuntar.

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Gerda en pleno combate.

Fragmento de Pingüinos en París

Gerda entró en el gran salón del Florida, esperaba encontrar a John Dos Passos. En recepción le comentaron que todavía no había regresado. Decidió esperarle. En una de las mesas un capitán brigadista leía plácidamente un libro. Levantó el rostro para descansar un poco la vista. Gerda quedó asombrada al reconocer al oficial que había fotografiado mientras se despedía de aquella joven de fonética latina. “Creo que nos conocemos, fue en Barcelona, le hice un par de fotos”, le dijo. Él la miró asombrado y la reconoció, tal vez por su cámara colgada al cuello. Se puso en pie.
– Ya la recuerdo. Siempre me pregunté qué tal salieron aquellas fotos.
– Muy buenas, no quise desprenderme de ellas. Las tengo en París.
El próximo viaje, si usted sigue en Madrid, se las traeré.
– ¡Eso espero! – exclamó, haciendo alusión a la situación del frente.
Ella sonrió, miró con detenimiento al oficial, era muy alto o eso le pareció a la pequeña Gerda, vestía un impecable uniforme y su rostro mostraba una serenidad inusual en aquel momento y menos en un militar.
– ¿Puedo invitarla? – dijo, ofreciéndole una silla.
– Gracias. ¿Y aquella joven de las fotos? – preguntó mientras se sentaba.
– ¿Mi esposa? Sigue en Barcelona, hace dos meses que no la veo; no obstante, sé que está bien.
– Me alegro. Le dará recuerdos de mi parte. Me llamo Gerda, Gerda…Taro – vaciló antes de darle su alias periodístico.
– Claro, debí imaginarlo. La fotógrafa de la Ciudad Universitaria.
Todos mis soldados hablan de usted. Están encantados con sus fotos… y con su presencia. Mi nombre es Hugo Martínez. Se ruborizó al extenderle la mano. Y se sintió gozosa de aquella pequeña fama. Intentando disimular su sonrojo tomo de la mesa el libro que estaba leyendo el capitán.
– Me permite… – dijo mientras ojeaba la portada. – La rosa blindada – leyó.
– Es un poemario de Raúl González Tuñón, un poeta argentino muy comprometido con nuestra causa; los versos están inspirados en el levantamiento minero en Asturias.
– Me ha llamado la atención el título. Hace unos meses, en Córdoba, alguien me decía que no se pueden blindar las rosas.
– Pues ya ve que estaba equivocado, Raúl lo ha hecho. Se lo regalo, yo ya lo he leído.
– Gracias, espero que volvamos a vernos.
– Ojalá que sea aquí y no en la batalla.
– Yo también lo deseo – dijo Gerda mientras extendía su mano.
Con el poemario bajo el brazo, se dirigió al encuentro de John. Recordó a la chica de la foto; se giró. “¿Cómo se llama su esposa?”. “Nicoletta”, respondió Hugo.
Las semanas siguientes fueron de total ajetreo para Gerda. Hizo muchas fotografías de la Ciudad Universitaria, de la estatua de La Cibeles, del Puente de Los Franceses, de las fábricas de armamento de Carabanchel, de los brigadistas de Hugo. Y compartió conversaciones y risas con los extraños habitantes del caserón, que la sorprendían disfrazados de toreros y de manolas de los fondos de armario del palacio. Todas las mañanas se la veía salir de la casona, vestida como una miliciana más, con pantalones, chaquetón y calzada con alpargatas; solía hacerlo muy temprano, camino del frente de batalla o de las calles bombardeadas durante aquella madrugada.
Una de aquellas noches de sirenas y carreras obligadas en dirección al sótano, Gerda vio que en una de las habitaciones permanecía sentada una desconocida señora ataviada con ropas de época. Se acercó, “Ha sonado la alarma, ¿no baja al refugio?”. La dama se giró lentamente y en un elegante ademán invitó a Taro a sentarse con ella. Gerda le obedeció. Sintió que prefería la compañía de la mujer a correr hacia el sótano.
– ¿No le dan miedo las bombas?
– Son más peligrosos los humanos – dijo la dama.
Durante una hora hablaron sobre la vida, del amor y del destino.
– ¿Está escrito? – preguntó Gerda algo intimidada por la convicción de los argumentos de su interlocutora.
– No, no lo está, si acaso sus resultados; somos lo que queremos ser y alcanzamos aquello para lo que nos estimulamos, aunque no seamos conscientes de ello. La rosa ventea su perfume y su belleza a pesar de estar arrancada ya del rosal…

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Fragmento de Pingüinos en París

Para sacudirse del cerco a la capital, los mandos republicanos decidieron iniciar un contraataque sobre Brunete al oeste de Madrid. El reorganizado Ejército Popular de la República y las Brigadas Internacionales, llevarían todo el peso de la acción. Los generales José Miaja y Vicente Rojo dirigirían la operación. Allí fue Gerda junto al escritor canadiense Ted Allan que no dudó en apuntarse al viaje. Llegaron al frente. Las tropas republicanas habían tomado importantes posiciones. Muchos de aquellos milicianos eran de los pueblos de la zona, de Galapagar, Móstoles, Brunete o Pozuelo y le mostraban a Gerda lugares de infancia y de juegos en la sierra del Guadarrama. Ella les escuchaba, sentada en el suelo, compartiendo latas de sardinas y queso.
Al amanecer del día seis tronaron los cañones gubernamentales y los aviones de la estrella roja se abalanzaron sobre el enemigo. Más de ochenta mil soldados republicanos, apoyados por docenas de carros blindados, iniciaron un feroz ataque. Era el todo por el todo. Gerda Taro también disparaba su cámara, protegida por el muro de una casa en ruinas, tumbada en una cuneta o corriendo junto a los soldados. Sabía que arriesgaba su vida; sin embargo, intuía que podía ser su mejor reportaje. El miedo, el valor, la dureza de la guerra, la fiereza de los combates iban desfilando frente a ella y los clics de su Leica, como ojos que todo lo ven, retrataban sin cesar; incluso la ardiente agonía de las rosas. Sus fotos fueron las primeras que contaron los victoriosos avances republicanos. En el Brunete reconquistado, se reencontró con Hugo.

 – He visto que sus fotos ocupan las primeras páginas en los periódicos
franceses. Enhorabuena.
– Gracias, Hugo, me voy mañana a París, pero volveré pronto.
– Así lo espero. Si no mis hombres se negaran a combatir.
Rieron los dos, seguros de que volverían a verse, como si el tiempo solo fuese un espacio entre dos risas

 

Gerda Taro 3

Foto de Gerda Taro descansando.

Gerda Taro

Fotografía de Gerda Taro tomada en el Puerto de Navacerrada (Maleta Mexicana)

Fragmento de Pingüinos en París:

Gerda regresó de nuevo a Madrid y Endre se quedó en París. En España la situación había cambiado radicalmente desde su partida. Brunete estaba a punto de caer de nuevo en manos franquistas. Los republicanos habían perdido el control del espacio aéreo y los bombardeos de los Heinkel He 111 se intensificaron de forma atroz. El exitoso ataque de principios de julio se convertía en retirada. Gerda apareció en Brunete acompañada por Ted Allan. En cuanto llegaron el general Walter les aconsejó regresar a la capital.
– Esto va ser un infierno dentro de muy poco – les dijo.
Gerda no estaba dispuesta a obedecer. A la mañana siguiente, el domingo 25, la Legión Cóndor se decidió a “terminar el trabajo”, según palabras de los aviadores nazis. Los bombardeos se sucedieron desde la madrugada. Los cazas Messerschmitt Bf 109, en vuelo rasante, acribillaban a todo lo que se movía. Bajo aquel fuego persistente y asesino era imposible retirar los cadáveres, los cubrían con un capote o una manta cuartelera a la espera de ser sepultados. Las ráfagas alcanzaban a todos y a todo; se desprendían las tejas, las barandillas y las rejas de las casas, los marcos astillados caían mansamente sobre las cancelas. Al atardecer cesaron las incursiones
aéreas, era un respiro que tenían que aprovechar.
Ted Allan y Gerda Taro salieron de su refugio de sacos terrenos, la casa que tenían a su espalda mostraba sus paredes agujereadas como un queso de gruyere, las cortinas habían sido pasto de las llamas y se mostraban como tiras nimias chamuscadas y vergonzantes.
Tenían que salir de aquel lugar de locura, donde los muertos aparecían bajo los escombros, mientras los vivos vomitaban bilis al encontrarlos. Las tropas trataban de reagruparse apoyadas por cinco carros de combate.”Nos replegamos”, dijo una voz cascada por el humo. Vieron acercarse al inconfundible automóvil negro del general Walter, un Chervolet Matford. En sus asientos, transportaba media docena de soldados heridos, el conductor, Josef Edenhoffer, les reconoció y disminuyó la marcha para que pudieran subir a los estribos. “Voy a Villanueva de la Cañada”, les dijo. Treparon cada uno por un lado. El coche avanzó entre las columnas en retirada. Los Messerschmitt, atacaban de nuevo, todo era desconcierto. Josef aceleró para evitar ser alcanzado. Cuatro T26 se retiraban atravesando un bosque cercano para evitar los aviones alemanes. Uno de los tanques en retroceso, conducido por Aníbal González, invadió el camino por donde circulaban. Josef dio un volantazo para esquivar al blindado y el desnivel de la cuneta hizo que el automóvil oscilara violentamente, entonces Gerda y Allan salieron despedidos. Las orugas del carro blindado pasaron sobre las piernas y el vientre de Gerda. Gritó de dolor. Un sabor metálico y salobre le llegó a la boca. Las imágenes se tornaron borrosas y en blanco y negro, como las de una foto ligeramente desenfocada. Allan, con las dos piernas rotas por la caída, trataba de arrastrarse hasta su amiga. En el mismo coche la llevaron a un hospital de campaña de El Escorial. Los servidores del tanque ni se dieron cuenta del terrible accidente.
Fernando Plaza, conductor de otro de los blindados, espectador del desgraciado  atropello, al llegar a la altura del T26 de Aníbal le gritó: “¡Te has cargado a la francesa!”, como llamaban a Gerda algunos de los soldados republicanos.

Capa y Gerda en París

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Últimas imágenes de Gerda en París  en  la primavera  de 1937

Fragmento de Pingüinos en París:
La compañía del capitán Hugo Martínez arribaba en retirada a la ciudad. La imagen del monasterio de San Lorenzo se recortaba en el horizonte. Era un convoy cargado de heridos y de soldados casi harapientos y con la derrota pintada en el semblante. Hugo se preocupaba de que la compañía fuese atendida en los puestos sanitarios.
La bandera republicana colgaba como un festón alicaído, sin viento con el que ondear su dignidad. Alguien le comentó a Hugo el accidente de Gerda, que estaba herida de gravedad y que la habían trasladado desde el hospital de la ciudad al hospital inglés de El Goloso.
Cuando llegó, varios reporteros permanecían cabizbajos a la espera de noticias; al verle aparecer, uno de ellos hizo un movimiento negativo con la cabeza. Hugo se acercó hasta la camilla donde Gerda agonizaba. Le cogió la mano, estaba fría como la escarcha de las despedidas. Notó que ella lo reconocía y apretaba sus dedos buscando la mano amiga. La arropó con la manta y le pareció verla sonreír. “Averigua dónde están mis cámaras”, dijo. “No te preocupes Gerda, las encontraré”, respondió Hugo. La besó en la frente y musitó algo que él no entendió; acercó el oído a los labios de Gerda, tratando de escuchar el tenue susurro de su amiga. “Ama mucho a Nicoletta, quiérela siempre”. Hugo sintió un estremecimiento y trató de evitar que sus lágrimas se asomaran delatoras. El cansancio venció a Gerda, que cerró los ojos al imaginar un amor eterno plasmado en el instante mágico de una foto. Por un instante le pareció estar con Robert en una terraza de Madrid, mientras un sol primaveral le doraba el rostro. “¡Al fin Madrid!”, imaginaba entre brumas. Aquella madrugada Gerda reveló su último reportaje.
La llevaron al caserón de la Alianza en Madrid, aquella mansión donde había sido feliz. Los amigos que seguían en Madrid y los habitantes de la casa velaron el cadáver de Gerda. John Dos Passos estaba desconsolado, Hugo se le acercó. Se abrazaron. “No pudimos blindar la rosa”, dijo. El poeta Luis Pérez Infante que escuchó parte de la conversación, les leyó los primeros versos para el futuro poema dedicado a Gerda:
Si es verdad que caíste, camarada,
también es cierto que viviendo sigues
eterna juventud entre nosotros.
Lo mismo que la rosa
vista por la mañana en mayo un día,
si luego la encontramos
muy lejos del rosal, pisoteada,
perdura en el recuerdo lozanísima,
así para nosotros, Gerda, eres.
Alguien comentó que en la sala habían visto a una elegante dama vestida de época que lloraba frente al cadáver. El viejo palacio de los Zabálburu gemía y sollozaba aun sabiendo que las rosas, aunque cortadas, nos siguen regalando con su aroma. 

 

Fotos de Gerda en Brunete.

 

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GERDA TARO TOMB IN PERE-LACHAISE CEMETERY OF PARIS

Tumba de Gerda en el cementerio parisino de Père- Lachaise, antes de que las tropas de ocupación alemanas borraran la inscripción de la lápida.

 

Siempre con nosotros, Gerda.

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Operación Husky. La invasión de Sicilia en Pingüinos en París.

 

Mañana se cumplirá el 74 aniversario, fue la noche del 9 al 10 de julio de 1943, en plena II Guerra Mundial; empezaba la campaña de Italia. La llamada Operación Husky era la invasión de Sicilia. En “Pingüinos en París” podréis vivir estos momentos a través de sus personajes. Robert Capa, los generales  Patton  y Ridgway; Vincenzo y Alfonso; Vittorio y todos los San Giovanni o el desgraciado comportamiento del capitán John Compton  serán protagonistas de aquella invasión.  En particular el atleta alemán  Luz Long, que perderá su vida en la defensa del aeropuerto de Ponto Olivo.

La invasión comenzó con el lanzamiento de paracaidistas al sur y suroeste de la isla y el desembarco de tropas norteamericanas e inglesas. En las playas de Licata y Gela por el Séptimo Ejército estadounidense al mando del general George Patton y el Octavo Ejército británico en las de Siracusa, al mando del general Bernard Montgomery. El final de la operación terminaría el 12 de agosto con el triunfo aliado y la total conquista de la isla. Sin embargo, los italianos y los alemanes pudieron reembarcar hacia la península más de 100.000 hombres y 100.000 vehículos, por lo que la victoria aliada no fue tan exitosa como esperaba el alto mando y Patton, general en jefe de la expedición, no fue asignado para el asalto continental que recayó en el general Mark Wayne Clark.

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Los generales Patton y Montgomery preparando el asalto.

 

Fragmento de Pingüinos en París:

Robert Capa miró asombrado por la ventanilla, acababa de sa­lir de la oficina de Relaciones Públicas del general Eisenhower en Argel y se dirigía a un aeropuerto situado en un desierto tunecino. Hubiese jurado que aquel grupo de soldados norteamericanos con el que se había cruzado hablaban español. “No puede ser”, pensó. Cuando el jeep sobrepasaba los transportes que conducían a las tro­pas que le habían sorprendido, le pareció ver que algunos de ellos desplegaban una bandera de la República Española. Quiso saltar del vehículo, pero necesitaba llegar a un lugar llamado Kairuán lo antes posible. Por un cúmulo de casualidades, tenía la oportunidad de lanzarse en paracaídas con las primeras unidades que aquella misma madrugada saltarían sobre Sicilia dando comienzo a la inva­sión del sur de Europa.

El jeep se detuvo frente a la tienda del general Ridgway, jefe de la 82ª División Aerotransportada. El general era el típico militar de escuela graduado en West Point, educado y agradable como buen virginiano, y enérgico y decidido como buen luchador. Recibió a Robert con cordialidad y con extremada franqueza.

– Verás, hijo, mi división procede de la infantería, todos mis hombres han tenido que lograr sus alas de salto en pocos meses. Somos la infantería alada – dijo entre risas.

– Mi intención es lanzarme con ellos y hacer un reportaje sobre la invasión.

– ¿Te has lanzado alguna vez en paracaídas?

– Nunca, señor.

– Vaya. Tal vez no sea lo más… ortodoxo exponerle al salto. Volaremos sobre Sicilia seis horas antes de que el general Patton y sus tanques desembarquen. Tomaremos posiciones en la retaguar­dia enemiga, usted irá en el avión de cabeza. Hará todas las fotos que pueda de mis hombres preparándose para saltar y durante el lanzamiento sobre la isla. Luego regresa en el mismo vuelo con el avión y puede enviar sus fotos del primer estadounidense sobre Sicilia, un soldado de mi división…

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 Tropas aliadas en Túnez preparando la operación  Husky

Fragmento de Pingüinos en París:

Los aviones dormitaban brillantes y silenciosos en las pistas del improvisado aeródromo de Kairuán. Capa y los soldados descen­dieron del camión y se dirigieron al aparato principal que encabe­zaba la hilera. Parecían fantasmas envueltos por las sombras de la noche y emparedados entre los dos paracaídas, cubiertos hasta las cejas por sus cascos de acero y portando sus armas en bandolera. Robert también vestía de esa guisa únicamente que de su cuello colgaban las dos cámaras que iba a utilizar. Los dieciocho hombres entraron en el transporte y se sentaron unos frente a otros en las banquetas. Capa se situó en la parte delantera dejando franca la puerta para el momento del lanzamiento. Rugieron los motores y las hélices giraron a la velocidad y en el sentido del destino incier­to. El aparato hizo un giro de 90º y se situó en cabeza de pista. El despegue fue perfecto y las luces interiores se amortiguaron deján­dolos en semioscuridad. Se miraban unos a otros sin decir nada. Capa preparaba su Leica.

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Robert Capa

Fragmento de Pingüinos en París:

No hizo falta anunciarles que sobrevolaban sobre Sicilia. Las explosiones de las baterías italianas y alemanas producían deste­llos de verbena que iluminaban el interior del avión y recortaban el semblante de los soldados pintándoles contraluces en el rostro. Una explosión sacudió al aparato en forma de malavenida. El piloto giró los mandos al divisar la costa siciliana. Pese a las explosiones y a las sacudidas nadie comentaba nada. En el interior de la nave todo era silencio, tan solo roto por los flashes de la Leica de Capa. Algunos comenzaron a vomitar, un olor a agrio se extendió por el avión. Por delante de la flota de transporte, los bombardeos trata­ban de hacer añicos las defensas enemigas. No obstante, restaban piezas antiaéreas en número suficiente para hacerles pasar un mal momento, las balas trazadoras dibujaban resplandores de colores y como en un vals, los pilotos sorteaban los disparos rizando el vuelo hacia espacios menos violentos.

Se encendió la luz de salto. Primero la roja. Los hombres en­gancharon el seguro de las bandas metálicas del paracaídas para provocar la apertura automática. El oficial anunció lo que era ob­vio: “Preparados para saltar”. La luz verde iluminó la puerta de salto. Dieciocho almas volaron hacia la oscuridad. Capa captaba la instantánea de aquellos saltos. Las dieciocho bandas quedaron flo­tando hacia el exterior como serpentinas de una cabalgata. El avión, ya con solo un pasajero, hizo un giro de 180 grados para iniciar el regreso a tierras africanas. La llamada operación Husky estaba en marcha. En diversas zonas de la isla el cielo se llenó de hongos de seda cayendo mansamente sobre las llanuras y peligrosamente sobre los bosques. El viento y la oscuridad reinante no fueron los mejores aliados de los asaltantes, docenas de planeadores se estre­llaron, cayeron en manos del enemigo o se hundieron en el mar. A la 82ª Aerotransportada tampoco le fue fácil, la dispersión de los paracaidistas fue fatal para la reorganización de la división y cien­tos de ellos cayeron en manos de las patrullas italianas.

 

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 Defensas italianas

Fragmento de Pingüinos en París:

A las 2.45 horas de la madrugada las primeras oleadas aliadas pisaban el sábulo siciliano. Los infantes saltaron de las embarca­ciones y fueron recibidos por fuego de ametralladora y morteros. Algunas lanchas habían quedado encalladas entre las rocas y los hombres trataban de ganar a nado la playa. El amanecer coincidió con la llegada de los stuka alemanes y los gavilanes italianos, los Savoia-Marchetti S.M.79, que bombardearon a las flotas de desem­barco. Destructores, dragaminas y transportes aliados recibieron la visita de los pájaros del Eje. Desde Licata en el sur, hasta Augusta en el este, todo era confusión y combate. La 82ª División aero­transportada ya se batía el cobre frente a la 4ª División de Montaña italiana, la “Livorno”.

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Desembarco  en Gela

Fragmento de Pingüinos en París:

La radio de San Giovanni no paraba de trasmitir. Comunicaron a los aliados que una compañía alemana, apoyada por dos Panzer, avanzaba desde Ragusa camino del aeropuerto de Ponte Olivo en Biscari para pillar a la 82ª por retaguardia. Se les ordenó salir a su encuentro y detenerles el máximo de tiempo posible hasta que pu­diesen enviar un par de escuadrillas de ataque. Vincenzo habló con los carabinieri y les entregó de nuevo el control del pueblo.

– Los aliados ya están aquí, no hagáis ninguna tontería, necesi­tamos a todos los hombres. Mantened a mi hermano a Luigi a buen recaudo y a los otros arrestados. Volveremos en cuanto podamos – le dijo Alfonso al cabo.

– Vete tranquilo Alfonso, cuidaremos de todos. También de tus padres.

Alfonso asintió con la cabeza y sonrió. Sabía que sus padres no necesitaban protección, se bastaban por sí mismos. Decidieron es­perar a los alemanes en las afueras de Comiso. Se apostaron entre las ruinas de una granja destruida por la aviación americana. Al cabo de un par de horas, media docena de hombres armados y con indumentaria civil se acercaron. Los partisanos prepararon sus ar­mas. Desde una prudente distancia uno de los que se aproximaban gritó precavido. ¡Alfonso, soy Mario de Ragusa! El pequeño San Giovanni reconoció al hombre que le llamaba, era un vecino de la capital con fama de ser un barón de la mafia. Aquello bastaba para saber que en absoluto tenían nada que ver con los fascistas y así se lo dijo a Vincenzo y al resto de la partida…

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Desembarco de material en las playas de Sicilia. 

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 Fragmento de Pingüinos en París:

Robert Capa había pasado toda la noche colgando de aquel árbol en un bosque de no sabía dónde. Le dolían los hombros de soportar su propio peso sujeto a las correas del paracaídas. Se decía a sí mis­mo que no estaba asustado y que alguno de sus compañeros de salto vendría a por él; se escuchaban cañonazos y disparos lejanos y eso le tranquilizaba porque era una clara señal de que no combatían en las inmediaciones. A pesar de todo, no se atrevía a pedir ayuda por si era escuchado por el enemigo o mal interpretado por los amigos ya que su inglés no era demasiado bueno y su acento demasiado oriental. Permanecía en silencio pensando en las circunstancias que le habían llevado a imitar a aquellos muchachos que fotografiara el día anterior. El general Ridgway le advirtió sobre las dificultades de convertir un soldado de infantería en paracaidista en poco tiempo y también de que los problemas se multiplican al tratar de transfor­mar un periodista en un fotógrafo volador de la noche a la mañana. Cavilando en estas cosas vio llegar el amanecer. Alguien le llamó a través del follaje.

– ¡Eh fotógrafo!, ¿no puedes bajar? – dijo una voz en inglés con acento norteamericano.

– No es eso, me estoy columpiando – respondió Capa, aliviado.

El soldado apareció sonriente entre las ramas superiores, por donde estaban enganchados los correajes y empezó a cortarlos con su cuchillo.

– Sujétese a la rama de abajo, voy a cortar el otro tirante.

Capa pensó que era un consejo obvio y práctico a la vez, por lo que lo siguió sin vacilar. Sintió un gran alivio al pisar tierra firme. Sus rescatadores eran tres de los paracaidistas que habían saltado con él.

– ¿Y el resto? – preguntó, mientras recomponía su atuendo.

– Dispersos. Tenemos que alcanzar el punto de encuentro o en­contrar alguna compañía amiga.

Llegaron a una granja donde fueron recibidos como liberadores. Sacaron un mapa de la región y el dedo arrugado del abuelo sicilia­no marcó un punto en el plano.

– ¡Sperlinga! – dijo, satisfecho de poder ayudarles.

– No estamos lejos de la vanguardia de la división – dijo el res­catador de Capa.

Los habitantes de la granja ofrecieron algo de comida y vino para los libertadores. Trataban de hacerles ver la simpatía que sentían por los norteamericanos. Muchos de sus paisanos habían emigrado en América y luchado entre las tropas aliadas, según les contaban. Los paracaidistas guardaron las viandas en sus macutos. Robert Capa observó los dedos moteados y arrugados del anciano señalando sobre el mapa el camino a seguir y el encuadre fotográ­fico de su cara arrugada, llena de pliegues y viejas sonrisas. Su Leica inmortalizó aquel rostro y aquella vestimenta campesina de pantalón holgado y cordel al cinto. El pequeño grupo reanudó su marcha camino de una colina rocosa que guardaba la carretera que conducía a Gangi.

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 Soldados británicos en Catania.

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Los norteamericanos entrando en Palermo.

 

El 180 Regimiento de la 45 ª División de Infantería norteamericana recibió la orden de tomar el aeropuerto de San Pedro. En el camino, una tonelada de proyectiles cayó sobre ellos. La sorpresa fue total porque el ataque provenía de su propia retaguardia. Los buques de la marina los machacaban lanzando su ciego fuego más allá de las defensas costeras. Los radiotelegrafistas pudieron enviar su mensaje aclaratorio pero dos docenas de infantes yacían despedazados por el fuego amigo. La indignación de la tropa fue inmensa.
El capitán John Compton les arengó con la rabia reflejada en el rostro. “No es culpa de la marina, los verdaderos culpables, los que de verdad han matado a nuestros compañeros están allí enfrente y mañana recibirán su merecido”, les dijo. Enterraron a sus muertos pensando únicamente en la venganza.
A la mañana siguiente, los soldados del 180 estaban deseosos de entrar en combate. Compton se dirigió de nuevo a su compañía.
“Recordad las palabras del general” – dijo refiriéndose a lo predicado por George Patton antes del comienzo de la invasión: “Cuando un fascista o un nazi se rindan apuntad entre la cuarta y quinta costilla y disparad.”
Avanzaron hacia una colina protegida por un búnker. Ya en sus cercanías tabletearon las ametralladoras de los defensores, sin demasiado éxito. Los asaltantes se pegaron al suelo y comunicaron la posición del recinto defensivo a su aviación. A los pocos minutos varios aparatos lanzaban sus bombas sobre el reducto y al atardecer sus defensores, entre ellos Luigi, abandonaban el búnker, eran cerca de cuarenta italianos y cuatro alemanes con los brazos en alto y enarbolando un pañuelo blanco. Compton y sus hombres les apresaron de inmediato. Les hicieron quitarse los zapatos y algunos soldados americanos les birlaron los pocos objetos de valor que llevaban. Compton ordenó que se alinearan. Mientras, un par de ametralladoras eran fijadas sobre la tierra con la frialdad de una práctica de tiro. Los prisioneros se miraban unos a otros incrédulos y atemorizados. Los disparos les pillaron casi de sorpresa. A la primera andanada Luigi y dos hombres huyeron colina abajo; el capitán sacó su pistola y disparó dos veces contra Luigi que cayó como un saco, los otros dos escaparon por el arroyo de Ficuzza. Los demás, caídos sobre la tierra en posturas de horror y de pasmo, permanecían inmóviles sobre el terreno con sus camisas negras empapadas de sangre. Compton remató a los que todavía vivían con la frialdad y eficacia de un asesino. Entre el túmulo de los ejecutados alguien parecía respirar todavía, era uno de los alemanes. Compton se acercó al agonizante de pelo rubio, rostro simétrico y cuadrado perceptible a pesar de la sangre que resbalaba sobre él; las balas del revólver del norteamericano se habían acabado, pidió a uno de sus hombres un fusil y le disparó al herido en la cabeza. La venganza había sido consumada. Compton se quedó un momento extasiado mirando el cadáver. Los canallas tienen tanto de imbéciles como de crueles.
Después de doce agotadoras jornadas desde el inicio de la invasión, los norteamericanos entraban en Palermo y Capa con ellos, fotografiando por doquier el entusiasmo de la población. Parecía una capital liberada del enemigo cuando en realidad su ejército había sido derrotado por aquellos sonrientes jóvenes que, a bordo de sus carros de combate y de sus jeeps, eran abrazados por los sicilianos que les daban la bienvenida.

 

 

 

 

 

 

Amado Granell en Pingüinos en París I

Uno de los personajes que aparecen por mérito propio en mi novela es Amado Granell, el primer «soldado norteamericano» que entró en París en agosto de 1944. Ayer, viernes 12 de mayo, fue el aniversario de su fallecimiento por accidente automovilístico ocurrido en Sueca el año 1972.

Este es la primera parte sobre su vida hasta la entrada en París de La Nueve. La próxima semana habrá la segunda entrega. Espero que os guste-

Amado Granell en Pingüinos en París. Fragmento de la novela.

Fue el teniente Amado Granell quien les comunicó que partían aquella mañana para Temara, una playa atlántica del Marruecos francés, cercana a Rabat, donde los americanos les entregarían los nuevos uniformes, los vehículos y las armas con que estaría dotada la división y que tan bien ya conocían. Frente a él estaban formados los ciento sesenta componentes de la compañía, en sus manos llevaba un puñado de pequeñas banderas republicanas.
– Os he traído para cada uno de los españoles una insignia republicana para que la cosáis en el nuevo uniforme. Así sabrán con quien se las van a ver.
– Olé tus “güevos” – contestó el gaditano Manuel Lozano. Los demás se echaron a reír y aplaudieron el gesto de su teniente.
Al día siguiente la Deuxième Division Blindée llegaba a Temara; la temperatura era muy alta, a pesar de que la brisa atlántica y los bosques al sur de la ciudad la atenuaban. Aquel martes 24 de agosto se tomaría como la fecha de la creación oficial de la división, no lo sabían pero era toda una premonición.
Los M4 Sherman bajaron majestuosamente por las rampas de las barcazas, mientras sus futuros servidores se hacían cargo de ellos con la ilusión de un niño a quien le acaban de regalar un juguete de treinta toneladas. Los semiorugas no defraudaron, las pruebas realizadas en el desierto habían demostrado a los batallones mecanizados la multifuncionalidad de los half – track. Los rápidos y versátiles jeeps, los potentes camiones GMC y las camionetas Dodge les parecieron una maravilla. La Nueve se hizo cargo de sus vehículos entre la alegría y las expresiones castizas. Se sentían ya una unidad de infantería motorizada dispuesta a todo. Ahora había que hacerse con el material, convertirse en centauros de la mecánica y de las orugas tractoras, en expertos apuntadores y artilleros, en parte del engranaje de las máquinas de guerra. La preparación debería ser larga y paciente, hasta establecer la perfecta simbiosis entre hombres e instrumentos. Los españoles se enfundaron en sus nuevos uniformes, iguales al de otras unidades de infantería norteamericana.
Muchos se cosieron en las cazadoras la bandera que les diera en Djidjelli, Amando Granell.

                                    Amado Granell

Amado Granell es uno de los personajes más carismáticos de los componentes de La Nueve y uno de los personajes de “Pingüinos en París (Bajo dos tricolores) “. No era un aventurero aunque su vida, incluso su muerte, podría formar parte de una novela de aventuras.

Amado Granell Mesado, nació en Burriana (Castellón) el 5 de noviembre de 1898, año del Desastre. Era hijo de Juan Bautista Granell Sabater y de María Francisca Mesado Monzonís. Su padre era importador de madera.

Tras el desastre de Annual en Marruecos, que costó la vida a 13.000 españoles, Granell se alistó en el tercio español de la Legión, era 1921, y como preludio de lo que sería una vida azarosa. Se le destinó en la 18ª Compañía de la Quinta Bandera. Sin embargo,  a requerimiento de su padre y aduciendo que era menor de edad cuando se alistó, algo bastante extraño puesto que ya tenía 23 años, le obligó a dejar el tercio Duque de Alba, ya con los galones de sargento, y regresar a Burriana el 5 de julio de 1922.

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La ficha donde se le licencia por menor el 5 de julio. Foto de: aulamilitar.com/agranell.hts

Se casó con su primera mujer, Aurora, y juntos montaron una tienda de bicicletas en Orihuela. Sus inquietudes políticas le llevaron a afiliarse a la U.G.T. y a ser concejal por Izquierda Republicana. Al estallido de la Guerra Civil en julio del 36 se inscribió en el Comité de Enlace Antifascista. Como hombre de acción el 16 septiembre ya se había alistado al recién creado Ejército Voluntario y destinado al batallón Levante en Valencia,  y más tarde, al Batallón de Hierro hasta el 10 de diciembre, alcanzando el grado de alférez. En el mes octubre la unidad de Granell pasó a llamarse Batallón Motorizado de Ametralladoras. Amado ya es capitán desde noviembre y en diciembre el batallón será la  base para la formación de la Brigada Motorizada de Ametralladoras, que el 22 de abril de 1937 se convertiría en el Regimiento Motorizado de Ametralladoras. La unidad, en su evolución, había pasado de los 136 miembros iniciales a 1.200 al mando de Granell. Combatieron en Toledo y en la defensa de Madrid. El regimiento fijó su cuartel general en un convento de la capital. Allí prosiguieron con la edición de la revista  Hierro, órgano del regimiento, y que dirigía el pintor José Vela Zanetti.

 

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En diciembre de 1938,  y con el grado de comandante, es el jefe de la 49 Brigada Mixta, formada por los batallones 193, 194, 195 y 196, que combaten a los golpistas para evitar la ocupación de la provincia de Castellón.

Consumada la derrota republicana fue uno de los últimos en huir del avance de las fuerzas franquistas. En vísperas de la derrota republicana se encontraba atracado en Alicante, a la espera de cargar una partida de naranjas, un barco carbonero británico de nombre Stanbrook; su capitán, un galés llamado Archibald Dickson, viendo el peligro que se cernía sobre los miles de republicanos esperando medio de transporte, decidió socorrer a los refugiados. Dickson zarpó del puerto de Alicante el 28 de marzo de 1939 con 2.638 personas a bordo y sorteando los proyectiles lanzados por el crucero Canarias que bloqueaba el puerto. Como anécdota, Amado tenía dos plazas en el buque con los números 2.073 y 1.928. A pesar de ir el barco cargado hasta los topes, más de 15.000 republicanos quedaron en el puerto de Alicante sin poder embarcar. Después de 22 horas de travesía el Stanbrook llegaba a Orán.

 

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El Stanbrook en el puerto de Alicante.

Al llegar a Orán, Granell fue internado, junto con otros combatientes republicanos, en un campo de concentración francés. Por fortuna, fue reclamado por su hermano Vicente que había llegado un par de meses antes y vivía ya en el barrio español de Babel-Oued. Allí permaneció hasta diciembre de 1942. El 8 de noviembre se había iniciado la operación Torch y los norteamericanos habían desembarcado en el norte de África.

Granell se alistó en Argel en los “Corps Francs d´Afrique”, al mando del general De Monsanbert de las Fuerzas Francesas Libres (FFL), y que acompañan al ejército británico en el avance a Bizerta y en la Batalla de Túnez contra las fuerzas del Afrika Korps de Romel, en alguno de los numeroso combates que vivió fue herido en la cabeza e ingresado en un hospital argelino. En la batalla de Túnez consiguió el grado de teniente y coincidió con varios de los futuros compañeros de La Nueve.

 

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En la Nueve.

Terminada la campaña de Túnez, los Cuerpos Francos tenían que incorporarse al nuevo cuerpo de ejército comandado por el general Henri Giraud. El general francés antiguo combatiente en Marruecos y en la Primera Guerra Mundial, había sido hecho prisionero en  Wassigny por tropas alemanas en mayo de 1940, pero logró huir en 1942 y tras numerosas vicisitudes llegar a Argelia, donde mantuvo una ambigua posición con los generales fieles a Vichy y con los aliados. Muchos de los integrantes de los Cuerpos Francos y de la Legión Extranjera, sobre todos los españoles, desertaron de las tropas al mando de Giraud para enrolarse en la nueva División Blindada que estaba formando el general Leclerc. Uno de ellos fue Amado Granell quien, además, animó a numerosos compatriotas a alistarse en la que sería la llamada División Leclerc.

En verano de 1943 se formó en Tripolitania la División, consta como fecha de su fundación el 24 de agosto. De los 16.000 hombres que la formaban, 2000 eran españoles, a quienes todos llamaban «los Pingüinos». Amado quedó asignado a la novena compañía del Tercer Batallón del Regimiento de Marcha del Chad como teniente. La compañía estaba formada casi exclusivamente por soldados españoles (144), su idioma oficial era el castellano y el nombre por el que la conocían todos: La Nueve. El mando se le asignó al capitán francés Raymond Dronne.  Después de su formación en tierras africanas fueron enviados, junto el resto de las tropas de Leclerc  a Inglaterra, concretamente a Pocklington  en Yorkshire a 39 Km. de York.

La División permaneció en Inglaterra hasta su desembarco en Normandía el 3 de agosto de 1944. Antes, Dronne, había nombrado al teniente Amado Granell su segundo en el mando por su valor y su carácter flexible y conciliador entre una tropa muy veterana y un tanto indisciplinada. Los Cosacos, como llamaban a los componentes de La Nueve, también fue el nombre del half-track de mando, que comandaba el propio Granell. La campaña a través de Normandía fue extremadamente dura y Granell destacó por su temeridad y arrojo en todas las batallas, significándose como uno de los mejores oficiales de la División.

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Granell en Écouché

París

De Gaulle tenía la intención de que las Fuerzas Libres Francesas fuesen las que liberaran la capital. Ante la incertidumbre de los aliados que preferían seguir avanzando y dejar a París embolsado en retaguardia, De Gaulle ordenó al general Leclerc que avanzara con su División. La tarde del 24 de agosto de 1944, el general Leclerc se encontraba a 10Km. de París sabiendo que una guarnición de 20.000 alemanes les esperaba. Ordenó a Dronne que se adelantara con su compañía hacia la capital. La Nueve entró por la antigua Puerta de Italia y ante los vítores de la población llegaron los a las 21.20 al Ayuntamiento parisino. Allí les esperaban los jefes de la Resistencia. El primero en llegar a la alcaldía fue Amado Granell.

Fragmento de Pingüinos en París

Los paisanos que han salido al encuentro de la cabeza de la compañía, advierten a Granell que parte de la avenida de Italia está ocupada por unidades del ejército alemán y muchas calles están batidas por el fuego enemigo; entonces decide desviarse por la rue Baudricourt. La columna atraviesa la place Nationale y giran por la calle del mismo nombre. Dronne ordena entonces dirigirse al ayuntamiento. Algunos miembros de la Resistencia les saludan alborozados, hace ya demasiados días que luchan solos para liberar la capital. Robert Millet, un abogado norteamericano residente en la ciudad, ve aparecer al Santander frente al portal de su casa en la plaza Pinel, reconoce los uniformes y les grita en inglés creyendo que son compatriotas. ¡Welcome boys! ¿Yankee? le preguntan, el americano sonríe y afirma con la cabeza. “Nosotros somos españoles”,
contesta Sanchís para sorpresa del abogado. A la altura de la rue Squirol las gentes les abrazan y empiezan a entonar la Marsellesa,
Hugo les acompaña en sus cantos revolucionarios, siente que sus recuerdos de infancia vuelven transportados por el tiempo y acunados por las palabras de su padre: Es la tierra de la Libertad…

El teniente Granell atraviesa el primero con su automóvil Tatra el puente de Austerlitz para asegurarse de que no está minado y llega a las cercanías del ayuntamiento parisino; informa que, al parecer, el edificio ha sido ya tomado por la Resistencia
y que no hay alemanes a la vista. Dronne y el resto van en su pos, desde una ventana arrojan flores sobre el jeep de mando, la alsaciana se asusta, podría haber sido una bomba. Siguiendo a Dikran atraviesan a su vez el puente de Austerlitz, cruzan el Sena, llegan al boulevard Henry IV y protegidos por los muelles fluviales desembocan
en la place de l’Hôtel de Ville. Se escuchan detonaciones lejanas. El peculiar ruido de las orugas parece acompasar los gritos de la población, es un run run que parece gritar algo así como: libertad, libertad. Se escucha el tableteo de una ametralladora, al final de la calle un par de confiados civiles caen heridos sobre el pavimento. Los “cosacos” responden al fuego haciendo enmudecer los fusiles alemanes. Están más que preparados, ansiosos de revancha,de ganar esta guerra para poder olvidar la que perdieron en su patria; han luchado en tantos frentes que ni siquiera recuerdan los nombres, pero sí cada rostro amigo o enemigo que han visto morir, o eso imaginan en sus pesadillas.
Las campanas empiezan a tocar, el gran Bourdon de Nuestra Señora responde a sus hermanas. Cantan a la liberación. ¡París libéré!, gritan las gentes, los componentes de la columna sienten el amparo del pueblo, algunos lloran emocionados. La avanzadilla llega a la plaza, el primero es el Guadalajara; una joven parisina de doradas trenzas se sube al half – track y besa en los labios a Juan Rico, él la corresponde entusiasmado. Los otros semiorugas que siguen al Guadalajara toman posiciones para evitar un ataque alemán. Las gentes les abrazan y vitorean. El reloj de la fachada marca una hora histórica las 21.22.

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Al día siguiente  el periódico Liberation, publicaba en su portada la llegada de las tropas aliadas y la foto del primer “americano” en llegar a París. Era Amado Granell, de Burriana.

Foto histórica para publicar

París 25 de agosto de 1944. El capitán Dronne, el teniente Amado Granell, a su derecha, y el subteniente Martín Bernal, a la izquierda y el soldado Pirlian, al fondo, preparan el asalto a la telefónica.

Fragmento de Pingüinos en París

En aquel mismo momento y en la plaza del ayuntamiento, Dronne distribuía a sus hombres. El periódico Libération publicaba en su portada un titular con la leyenda de Ils sont arrivés, acompañada de una foto de Granell con Bidault y el prefecto de París, y en cuyo pie rezaba: “El prefecto de la ciudad felicitando a un oficial de la División Leclerc” y se destacaba a Granell como “le premier soldat américain”; difícil encontrar una ciudad norteamericana llamada Burriana.
Pasado un cuarto de hora de las nueve de la mañana, la prefectura parisina pidió a Dronne que liberara la central telefónica de la rue des Archives, situada a menos de cien metros de la plaza. Trazaron un plan. El capitán ordenó a Granell permanecer en el ayuntamiento y en principio dispuso que Hugo asaltara el edificio de la telefónica desde la rue du Temple, mientras Michard con Garcés lo harían por la rue des Archives; pero cambió de opinión y envió a Elías a la telefónica, ordenando a Hugo que tratara de capturar al Estado Mayor alemán en el Maurice.

25Comunidad

Amado Granell a bordo de su Tatra 57 encabezando el desfile de celebración de la liberación de París el día 26 de agosto de 1944.

Fragmento de Pingüinos en París

Amado Granell con su sufrido Tatra 57 K encabezaría al resto de los semiorugas de la compañía capitaneados por Hugo. Todo un honor para La Nueve. Detrás, un grupo de jeeps conduciría a los periodistas y fotógrafos.
La escolta se puso en marcha. Desfilaron entre vivas y ovaciones de los ciudadanos y de los resistentes de las FFI convertidos en activos espectadores. Los cantos de la Marsellesa repetían: “Libertad, libertad querida…”, y los feroces soldados de La Nueve marchaban por la Avenida de los Campos Elíseos. Los días de gloria habían llegado. Entre el público alguien desplegó una bandera republicana española de veinte metros. La emoción recorrió la médula espinal de aquellos hombres. “¡París, Berlín, Barcelona… Madrid!”, empezaron a gritar. Era la esperanza de los hijos de otra patria, lejos de sus casas, con el solo deseo de volver y echar al dictador de sangre impura. Los Guernica, Teruel, Guadalajara, Madrid, Ebro o España Cañí no pedían venganza sino justicia. Capa iba captando instantáneas de la emoción popular, de las caras de alegría y los rostros
de felicidad. Disparaba y disparaba la Contax, que tanto había visto por su obturador y que, sin embargo, seguía asombrándose del poder de expresión de los humanos, capaces de dibujar en sus miradas el estado de sus almas. Fotos de De Gaulle sonriendo a una multitud enfervorizada, de paisanos entusiasmados, de gendarmes impotentes para contener a la gente, de mujeres jóvenes y no tan jóvenes, encaramándose a los vehículos para besar a los soldados. No era el único, docenas de fotoreporteros dejaron constancia del paso de los vehículos de La Nueve bajo el Arco del Triunfo. Las futuras generaciones tendrían que cantarlo algún día, al igual que las contemporáneas lo festejaban hoy. París era libre, gracias a muchos y al arrojo de unos cuantos.

Continuará…

25 Aniversario de la muerte de Marlene Dietrich

La famosa actriz y cantante alemana falleció un 6 de mayo (1992) en París. Había nacido en  Schöneberg, Alemania a principios del siglo XX, no digo la edad exacta porque las mujeres en general y las artistas en particular no tienen edad sino sonrisas de tiempo. Vivió dos guerras mundiales y  cambios profundos en la sociedad en la que le tocó vivir.

Marlene Dietrich en 'Mujer o demonio' '

Salió de Alemania en 1930 después de su éxito cinematográfico de «El Ángel azul», para aterrizar en Hollywood donde proseguiría su carrera cinematográfica. Tras la llegada de los nazis al poder trataron de que la emblemática artista regresara a Alemania, pero ella continuó en Los Ángeles y en París. Norteamericana desde 1939 apoyó con sus canciones a las fuerzas aliadas destinadas en  Europa. Incluso se cuenta que  tenía entre ceja y ceja la idea de  volver a Alemania con la excusa de rodar una película, pero con la secreta intención de matar a Hitler.

Uno de sus grandes éxitos fue Lili Marleen una de la  canciones que aparecen en «Pingüinos en París» que ya conté en otro post: Lili Marleen

Sin embargo, Lili Marleen fue, antes de que ella la interpretara, cantada por excepcionales artistas y en todos los idiomas: Todas las Lili Marleen

Más emblemático es su  Sag Mir Wo Die Blumen Sind que cantó en varios idiomas.

Where Have All the Flowers Gone?, que cantó con su peculiar inglés.

La respuesta, amigos, está en el viento. Blowin’ in the Wind: 

https://www.youtube.com/watch?v=hq5HOpN7bKI

marlen

Luz Long en Pingüinos en París

Hoy 27 de abril se cumple el aniversario del nacimiento del atleta alemán Luz Long.

Nació en 1913 en Leipzig y pronto se mostró como un gran atleta y un excepcional deportista. En plena dictadura nazi, Long destacó  como saltador de longitud y fue seleccionado para el equipo alemán de la Olimpiada de 1936 en Berlín. Su gran competidor era el atleta estadounidense Jesse Owens.

El saltador americano estuvo muy impreciso en los saltos de clasificación con dos nulos y entonces Luz le aconsejó cómo saltar y evitar la eliminación. Así lo hizo Owens, quien después batiría el récord olímpico y ganaría el oro. Long sólo pudo ganar la plata, pero  también la amistad del atleta norteamericano, con el que se mantuvo siempre en contacto.

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Foto: Bundesarchiv, Bild 183-G00630, de autor desconocido. Naoto Tajima, Jesse Owens y Luz Long en las Olimpiadas de Berín en las que Owens fue medalla de oro y Luz Long, plata.

Luz y Owens en Berlín 1936. Foto El País.

Al estallido de la Segunda Guerra Mundial, Long es movilizado e incorporado a la división Hermann Göring de la Luftwaffe con el grado de obergefreiter y trasladado a Sicilia. La invasión aliada a Sicilia – Operación Husky – le pilló de guarnición en el aeródromo militar de Ponto Olivo.

Según un comentario de la propia nuera de Luz Long, enviado a esta página y que pueden leer más abajo, el hijo de Long escribió una biografía de su padre titulada: Eine Sportlerkarriere im Dritten Reich,   ISBN 978-3-942468-26-8 publicada en Abril de 2015 y donde cuenta que según un compañero de armas de Long, el soldado  Stadler, el atleta cayó en unos viñedos cerca de Biscari.

En Pingüinos en París se narra el asalto de las fuerzas de la resistencia italiana a las fuerzas terrestres de la Luftwaffe para facilitar la toma del aeropuerto por  los aliados. En este combate los resistentes baten a las tropas alemanes y Long cae herido para morir dos días después en un hospital de campaña británico en San Pietro Clarenza. Lo más dramático es que el jefe de los resistentes es un admirador de Long y no reconoce en el soldado herido a su admirado atleta.

La impresionante calidad humana y deportiva de Luz Long, le valió, supuestamente, recibir a título póstumo la medalla Pierre de Coubertin. Aunque esta información no es del todo cierta.

# Atleta País Evento o razón Fecha [ocultar]Lugar
1 Luz Long Bandera de la Alemania Nazi Alemania JJOO de verano de 1936 1964 (Título póstumo) Berlín, Alemania

Al parecer y a pesar de las numerosas informaciones al respecto, esa medalla nunca llegó a manos de la familia Long y jamás han recibido notificación alguna de ello, para más información:

Nuevo Post sobre Luz Long

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De él dijo Owens:

«Se podrían fundir todas las medallas y copas que gané, y no valdrían nada frente a la amistad de 24 quilates que hice con Luz Long en aquel momento.»

Presentación de Pingüinos en París en Madrid

El segundo evento que propició la «entrada» de La Nueve en Madrid fue la presentación del libro en la Librería Muga, con la presencia de Evelyn Mesquida, de un montón de amigas y amigos: Pepa, Concha, Yolanda, Loli, Ana, David, Luis, Sergio, Pedro, Rafael… , la de otros escritores como Lucía de Vicente, David Verdejo, Manuel Dorado, David J. Skinner y  Mari Carmen Aranda y un público simpático, participativo, lector y muy interesado. También contamos con el cariño, la paciencia – terminamos tardísimo – y el buen hacer de los amigos de Librería Muga y del reportaje fotográfico de José Manuel Serrano Esparza:

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¡Qué bonito es sentirse arropado!Gracias a todos.

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Fijaos en el polo tuneado por Ana Elisa con la bandera republicana. Foto del reportaje de José Manuel Serrano Esparza.

 

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Antes de empezar, ¡buenas compañías!

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Ana Elisa con Evelyn Mesquida. Foto: Qué locura de Libros

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Concha con Evelyn. Foto: Qué locura de Libros

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Terminada la presentación me entrevistaron en Radio Internacional los fabulosos amigos Mikel Barsa y Lucia de Vicente… hasta las 2.30 de la madrugada. Fue divertidísimo.

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LINK DE RADIO INTERNACIONAL   Emisión del día 21 a partir de 1.22.00 hasta el final.

 

 

Los Pingüinos entraron en Madrid

Por partida doble los Pingüinos entraron ayer en Madrid. Por un lado tuvo lugar la anunciada inauguración de Los Jardines de los Combatientes de La Nueve a la que fui invitado por el Gabinete de Alcaldía de Madrid.

Fue una emocionante jornada con la presencia del último superviviente de La Nueve, Rafael Gómez, quien a pesar de sus bien llevado 97 años, tuvo fuerza, ganas y sentimientos para reivindicar la memoria de sus compañeros y recibir las numerosas muestras de cariño de los asistentes. Una pléyade de excepcionales mujeres iluminó la primaveral mañana, entre otras, Manuela Carmena y Anne Hidalgo, alcaldesas de Madrid y París; la escritora Evelyn Mesquida; la hija de Raymond Dronne, capitán de la famosa compañía y la hija de Luis Royo, fallecido el pasado año, que trajo de  Francia las cenizas del penúltimo superviviente para depositarlas el Cementerio de La Almudena.

Todos los parlamentos fueron aplaudidos por un público entusiasta que ondeaba banderas republicanas y libertarias. Y todos coincidieron en ensalzar la lucha de aquellos combatientes por la mayor de las conquistas: la Libertad.

Fue un justo, merecido y esperado homenaje a los combatientes de La Nueve y fue un placer para Ana y para mí estar entre los elegidos para compartir esos hermosos momentos.

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Dos grandes alcaldesas. Al fondo a la izquierda, con polo rojo, estoy hablando con un «niño» de la guerra .

Fotos de Ana Elisa Martínez y Yolanda Mesquida.

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Momentos previos al acto con Evelyn Mesquida y Ana Elisa

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Con Evelyn y con Laura, una periodista valenciana, hablando de Amado Granell

 

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Con Yolanda Mesquisa, mientras protocolo organizaba el evento.

 

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El memorial, un acto de justicia.

 

Recibiendo e indicando «posiciones» a mi amigo José Manuel Serrano Esparza que realizaría un fenomenal reportaje de todo el acto. Espero poder enviaros el enlace en cuento lo tenga listo.

 

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Con Cristina, una colaboradora del periódico El País, antes del inicio.

 

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Los periodistas van tomando posiciones.

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Van llegando los primeros invitados.

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Los de La Nueve – recreación – toman posiciones. Antonio es el abanderado. Aunque no aparecen en la foto entre ellos estaba mi amiga Carmen y mi amigo Jesús Gago, que aunque fue de fusilero para mí es el capitán Dronne.

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Con la hija de un combatiente español de la División Leclerc.

Empieza el acto con las voces de un coro infantil…

En la quinta fila Ana Elisa  y yo con calot de La Nueve.

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Hasta llegar a las dos mujeres que han hecho posible todo esto: Anne Hidalgo por su voluntad y constancia y Evelyn Mesquida por haber «descubierto» al mundo a La Nueve.

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Habla el protagonista: Rafael Gómez.

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¡Lo que me costó darle un abrazo!

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Hoy me siento uno más de La Nueve.

Las fotos siguientes me las ha enviado Jesús Gago.

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Aquí ya podéis ver a Carmen y a Jesús, arrodillado  primero de la izquierda.

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Rafael con el calot de Jesús Gago.

El artículo de José Manuel Serrano sobre el acto: artículo y reportaje fotográfico

Para saber más:

Portada 2º edición

Alfonso XIII en Pingüinos en París

En varios momentos de mi novela aparece la figura de un decadente Alfonso XIII, huido de España al proclamarse la República y exiliado en Roma donde entra en contacto – muy directo – con una de las protagonistas del libro.

Precisamente hoy, 28 de febrero se cumple el aniversario de su muerte en su exilio romano. Fue el 28 de febrero de 1941.

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Cuando la bandera republicana ondeó al viento el 14 de abril de 1931, Alfonso XIII comprendió que su vida iba a cambiar, pero no de una forma radical porque al exilio se llevó su fama y maneras de sátiro, su adicciones y una fortuna que al cambio representarían 48 millones de Euros. Había sido rey desde su nacimiento, aunque hasta su mayoría de edad y coronación, el 17 de mayo de 1902, su madre Cristina de Hasburgo asumió la regencia.

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Días después de su marcha salía de España la ya ex reina Victoria Eugenia de Battenberg, hartísima esposa de Alfonso XIII. La República española tuvo la galantería de devolverle a Victoria las llamadas «joyas de pasar de las reinas españolas» que habían quedado en España.

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Lo que más recordaría el Pueblo español de la real pareja fue el bombazo de Mateo Morral el día de sus desposorios.

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El monarca sólo tuvo dos gestos sobresalientes en su reinado que interesaran al Pueblo, su visita a las Urdes…

y cuando convirtió algunas dependencias del Palacio Real en una oficina de la esperanza para quienes tenían gentes desaparecidas durante la Gran Guerra. La oficina tramitó, junto con la Cruz Roja, los paraderos y la repatriación de cuantos prisioneros, de uno y otro bando, recibían noticias.

Pero si en algo destacó el Borbón fue en la persecución de cuantas mujeres hermosas se le ponían a tiro.

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Tanto le gustaban que no dudó en ser guionista y productor de películas pornográficas para su uso y consumo y que los hermanos Baños filmaron para él.  “El confesor”, “Consultorio de señoras” y “El ministro” permanecieron ocultas más de setenta años, hasta que aparecieron de forma misteriosa en un convento valenciano. Fueron restauradas por la Generalitat valenciana y se conservan en la Filmoteca de Valencia.

 

https://www.youtube.com/watch?v=snFzaEFXHP8

 

Volviendo a Don Alfonso, el jueves 16 de abril  de 1944 se reunió en el hotel Meurice de París con su familia, donde se alojó en una confortable y carísima suite.  Alfonso, nada más llegar, encargó a Quiñones que le comprara media docena de camisas de seda . Días después adquirió un veloz Bugatti y se dedicó a conceder entrevistas y a conocer la noche parisina. Harta de todo, la reina Victoria se fue a Inglaterra abandonando marido e hijos. Tuvo que reclamar su dote y los intereses de los años compartidos con Alfonso, además de una pensión alimenticia.

El ex monarca se marchó a Roma y se alojó de continuo en una suite del Gran Hotel, concretamente la número 35, donde vivió los diez años que le quedaban, mientras no se encontraba en uno de sus numerosos safarís o persiguiendo amantes y juegos por París o Montecarlo.

El rey, según sus cronistas, falleció el  en la suite 35 del Gran Hotel a causa de una afección cardíaca. Sin embargo, el motivo de este fallo coronario fue debido a las numerosa infecciones dentarias, como su dentista Florestán Aguilar,  – ya fallecido en aquellas fechas – le había advertido en multitud de ocasiones. Fue enterrado en la iglesia de iglesia de Santa María de Montserrat de los Españole en Roma hasta la repatriación de sus restos a España  el 19 de enero de 1980. A su muerte sólo le restaban 18 millones de euros; en diez años había gastado más de 30.

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Antonio Machado en Pingüinos en París.

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El día 22 de febrero de 1939 fallecía  en Colliure (Francia) Antonio Machado. En mi novela, dos de los protagonistas, Nicoletta y Robert Capa lo saludan en el Hotel Majestic de Barcelona. El poeta y algunos de sus familiares están en la ciudad condal huyendo del avance de los franquistas. Vivirán algunos días en el establecimiento hotelero de Paseo de Gracia para trasladarse a el 25 de abril del 38  a Torre Castanyer en el barrio barcelonés de Sant Gervasi.

 Hotel Majestic, sala de fumadores, donde Machado conversa con Nicoletta y Robert Capa y Torre Castanyer, a la derecha de la foto tras los pinares.

La última residencia de Machado en España, la casa Castanyer. Foto de Barcelofilia

 

En Barcelona colaborará, como ya venía haciendo desde 1937, con el periódico La Vanguardia en el que escribirá su último artículo en enero de 1939. El día 22 de enero, ante la inminente entrada de las tropas golpistas, decide partir para exilio… es decir, para la muerte. Agotado y con la salud muy mermada llegará a Pot Bou y se refugiara en Colliure el 28 de enero. Apenas le queda un mes de vida para recordar a Leonor Izquierdo, aquella niña que le robó el corazón en Soria, su efímero pero gran amor. «Adiós, madre» fueron sus dos últimas palabras; en su viejo gabán encontraron un pedazo de papel en el que  había garabateado su último verso:  «Estos días azules y este sol de la infancia».

 

Esculturas de Antonio Machad en Baeza y Leonor Izquierdo en Soria

 

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Tiempos felices. Foto de La Vanguardia

Antonio Machado. Poeta y maestro por excelencia, fue el más joven de la Generación del 98. Republicano y creyente, de su Dios y del género humano. Según Gerardo Diego, “hablaba en verso y vivía en poesía”. No pudo resistir la derrota republicana.

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Entierro en Colliure.Foto de La Vanguardia de Barcelona

Poema de Antonio Machado

Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.

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PERSONAJES DE PINGÜINOS EN PARÍS

La novela está llena de personajes muy interesantes que los haréis vuestros en cuanto comencéis a leerla. Podéis encontrar a los 25 principales y a otros que seguiré añadiendo en la web, que aparecen en las páginas de la novela. Echad un vistazo a vuestros nuevos amigos.

LAS ALMAS DE PINGÜINOS EN PARÍS