Sobre la Maternidad de Elna

La película de la TV 3 de Catalunya con participación TVE: La luz de Elna, ha traído el recuerdo de la Maternidad de Elisabeth Eidenbenz  en la ciudad francesa de Elna. En mi novela se describen los momentos en que la joven suiza instala su maternidad-refugio, sus experiencias y las de las madres y niños que por allí pasaron. Sirva este post como homenaje a tan brava luchadora.

 

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En el drama del exilio surgió un lugar donde las embarazadas y los lactantes procedentes de los campos de internamiento franceses tendrían la oportunidad de vivir.

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Maternidad de Elna (castillo de Bardou)

Fragmento de Pingüinos en París

Cuando aparecieron por el campo Fiorella Colonna y Elisabeth Eindenbenz, cayó una bendición para los niños refugiados y las madres parturientas. Quedaron tan sobrecogidas con lo que vieron que pronto se pusieron manos a la obra, y nunca mejor dicho.
– ¿Por dónde empezamos, Hugo?
– Hay un par de campos cercanos donde llevan a las parturientas y a los recién nacidos. Tendríais que haceros cargo de ellos con urgencia.
Abordaron su trabajo como posesas, primero necesitarían un lugar donde levantar unas mínimas infraestructuras. Un día, visitando el mercado para comprar alimentos en la cercana población de Elna, descubrieron un señorial palacete de tres pisos en las afueras del pueblo, en la carretera de Montescot. Su estado era bastante ruinoso, el techo derruido, las paredes arruinadas y agrietadas, el interior desnudo y despintado como un esqueleto; tampoco había agua ni luz. Sin rendirse, consiguieron que les alquilaran lo que el chauvinismo local había bautizado como Castillo de Bardou. La idea era edificar una maternidad para asegurar la vida de los recién nacidos de Argelès y otros campos cercanos. Sobre todo, atender a las parturientas. Fiorella pidió la ayuda a Hugo, él habló con los otros oficiales del campo y, con autorización de sus carceleros, les enviaron algunos concentrados que pudieran ayudar a reparar la casa. El lugar iba alzándose, la instalación eléctrica y el agua corriente volvieron a funcionar y los colores amanecieron como prestados por el Arco Iris. 

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Elisabeth a la derecha y María García Torrecillas a la izquierda en 1942 (público.es)

Fragmento de Pingüinos en París
Era el carácter indomable de Fiorella el cuerpo físico de los avances de la construcción y Elisabeth el alma. Sin embargo, la condición de ciudadana suiza de Elisabeth la convertía en la cabeza visible de la petición de ayudas a las organizaciones internacionales, sobre todo la de la Cruz Roja. El edificio, bautizado ya como la maternidad de Elna, se iba transformando en un lugar capaz de atender a las parturientas, cuidar de los niños y albergar ilusiones. Se terminó la cristalera superior y se acondicionaron las habitaciones pintándolas de alegres colores, se instaló un paritorio entonado en blanco y simplemente equipado con la cama de partos, una mesa, un lavabo y un armario para utensilios. A Elisabeth le daba mucho respeto entrar. “Yo cuidaré de los niños y tú, Fiorella, encárgate de los partos”. Fiorella se reía, sabía que su amiga era una mujer extraordinaria, a quien le encantaban los niños, aunque no podía ver la sangre ni aceptar el dolor. En cambio a ella le satisfacía más la parte clínica y no tanto la atención maternal hacia los bebés. La simbiosis entre ambas funcionaba a la perfección.

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Había que bautizar las diferentes salas de la maternidad. A la sala de partos la llamarían “Marruecos”, tal vez por el miedo que sentían las republicanas frente a los moros de Franco… o frente al trance de parir. La de los recién nacidos Madrid y la de los lactantes, Barcelona. Otras salas llevarían nombres tan españoles como Bilbao, Santander, Sevilla o Zaragoza. Quedaba todo listo para recibir las primeras incorporaciones. Las mujeres de más treinta semanas de gestación y los niños de menos de cuatro meses de los campos más cercanos serían los inaugurales habitantes de la maternidad. Los primeros suministros de leche condensada, queso, conservas, azúcar y arroz, sin olvidar el chocolate, llegarían a punto, procedentes de Suiza y de las colectas de ayuda humanitaria. Los biberones y algunas medicinas ya estaban colocados en los estantes. La escuela de enfermería de la Cruz Roja suiza enviaría dos o tres voluntarias cada seis meses, que se añadirían a las que formaba Fiorella como ayudantes. Una mañana recibieron la visita de Hugo y Pietro.
– Amigas, venimos a despedirnos, tenemos que irnos.
– ¡Oh! Esperábamos teneros aquí el día de la inauguración – dijo Elisabeth.
– Nos hubiera gustado mucho estar presentes, pero Robert Capa nos ha reclamado como si fuésemos periodistas. La revista Vu nos ha avalado. De otro modo teníamos que incorporarnos a una compañía de trabajo.
– O a la Legión Extranjera – añadió Pietro.
– Sentimos perderos, sin embargo creemos que es lo mejor para vosotros.
– Ciertamente. Quiero traerme a Nicoletta a Francia. Tal vez si me instalo en París…
– Sería maravilloso que pudieseis estar de nuevo juntos.
– Sí, maravilloso…
Partieron Hugo y Pietro hacia la capital francesa con aquellos salvoconductos que los identificaban como periodistas, escapando de la posibilidad de terminar en una compañía de trabajo del ejército francés, en la legión extranjera, o devueltos a España donde les esperaban un consejo de guerra y el paredón. Marcharon con la doble amargura de tener que dejar a tantos amigos en aquella cárcel de sábulo y con la sensación de haber sido traicionados por Francia, patria de hombres e ideas sublimes y también de histriones y temerosos.

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Cristalera de la puerta de entrada de la Maternidad de Elna

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La maternidad seguía adelante. Las ayudas enviadas por los actores americanos, gracias a la gestión de Luise Rainer, permitieron terminar todas las obras pendientes. La pequeña Pepita cumplía dos meses, ella fue el primer nacido en el reformado palacete de Elna. Había llegado al mundo el día siete de diciembre y a ella le habían seguido, en apenas sesenta días, treinta niños más. Estaban ya terminadas media docena de nuevas habitaciones, esta vez los nombres eran más internacionales, como Polonia, París o Suiza. El ambiente era muy especial, eufórico. Las ayudas del exterior y la imaginación de enfermeras y colaboradoras hacían milagros. Las canastas de verduras servían de cunas, las camas de los niños mayores se fabricaban con maderas de embalar frutas y todas las madres colaboraban en las cocinas y en el mantenimiento. Aunque no daban abasto, Elisabeth y Fiorella se sentían tremendamente felices por tener la oportunidad de cambiar el destino de aquellos niños. En los jardines de la villa los más mayorcitos jugaban bajo el sol mediterráneo y sus madres olvidaban los cruentos momentos pasados en los campos de internamiento.
En aquellos primeros meses de 1940 apenas quedaban unos pocos millares de refugiados en Argelès, algunos en Gurs y unos tres mil en el Campo de castigo de Vernet, donde iban a parar los amotinados y rebeldes según el criterio de las autoridades francesas.

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Elna. Fotos del llib

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Muchos de los 400.000 refugiados del éxodo republicano se encontraban
desperdigados por toda Francia y casi todos los hombres, de una manera u otra, la estaban defendiendo del inminente peligro de invasión. El jefe de gobierno Édouard Daladier, que había tildado a los refugiados de extranjeros indeseables, solicitaba ahora que dieran su esfuerzo y su vida para defender a la democracia, la suya.
Para la maternidad de Elna los temas políticos quedaban un tanto lejanos, allí era más importante la sonrisa de un niño que las estupideces de Daladier, hijo del panadero de Carpentras y que, a pesar de ser profesor de historia metido a político, no había aprendido nada de ella. Pronto Elisabeth y Fiorella acogían a nuevos niños además de los refugiados españoles, a los judíos franceses. Francia no hacía nada por defenderlos, pese a que cientos de miles de ellos, como soldados y oficiales del ejército francés, esperaban en aquel momento y en todas las fronteras el inminente ataque alemán…

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… Esas leyes llegaron a todas partes de la Francia de Vichy y también al pequeño pueblo de Elna. La verdad era que las autoridades policiales y la administración no se tomaban la ordenanza muy a pecho, aparentemente la vida seguía igual. No obstante, a partir de mayo, todo tomó un giro dramático. La gendarmería y las autoridades colaboracionistas empezaron a practicar arrestos en masa y a entregar a miles de judíos a los alemanes. Más de 80 campos de internamiento cubrieron lo que había sido el territorio de una gran nación. Hombres, mujeres y niños fueron internados sin piedad.
En Elna, Fiorella y Elisabeth vivían la situación horrorizadas. La gendarmería arrestaba por doquier. Una mañana apareció una mujer con un pequeño de apenas dos meses en el brazo y un niño de cinco en la mano. Una de las enfermeras avisó a Fiorella.
Hay una mujer que pide ayuda, lleva dos niños.
– Bien, hazla pasar.
– Verás, viene de Perpignan… dicen que es judía.
– ¿Y qué inconveniente hay?
– Las autoridades…
– ¿Qué autoridades?, ya sabes que en la maternidad no distinguimos de razas o confesiones, aquí todos son niños.
La madre y los dos pequeños se quedaron en la casa. Al día siguiente apareció una parturienta y aquella misma mañana dos madres con lactantes. Elisabeth y Fiorella no tardaron en percatarse de lo que se les venía encima.
– Si corre la voz de que aquí les damos refugio, va a ser un continuo
desfile – dijo Elisabeth.
– Antes de que los deporten o les internen, mejor que se queden aquí.
– Puede haber complicaciones… de las que nos gustan.
A partir de entonces la maternidad de Elna acogió a las prófugas entre sus muros. Y como era de prever pronto aparecieron un par de oficiales de la Gendarmerie para averiguar lo qué estaba sucediendo en el palacete. Les recibió el bullicio de una treintena de niños jugando en el jardín y el tornasol de los uniformes blancos de las enfermeras que entraban y salían de Marruecos, Barcelona o Madrid. Los agentes sintieron vergüenza de su delatora misión. Elisabeth, un tanto asustada, le pidió a Fiorella que les recibiera. La siciliana les hizo esperar más de veinte minutos, al cabo de los cuales salió de Marruecos para entrar en el recibidor donde esperaban los dos hombres. Su aspecto, con el pelo revuelto, el delantal manchado de sangre y la camisa arremangada hasta los codos no podía ocultar su belleza… 

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Foto de madres de Elna, la segunda por la izquierda es Conxita Vila (foto de El País)

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Foto de Sergio Barba en brazos de una enfermera en una de las ventanas de la Maternidad de Elna. (Foto de S.Barba)

 

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En la Maternidad de Elna, Elisabeth y Fiorella continuaban con su labor. Para ambas mujeres lo primordial era salvar las vidas de los niños y de sus madres, sin importarles ni la procedencia, ni la nacionalidad, ni la raza de las gestantes. Hasta entonces, y gracias a la determinación de Fiorella, las autoridades se habían mantenido
bastante alejadas del palacete. No obstante, la visita de aquella mañana sería distinta. Los funcionarios franceses llegaron acompañados de un par de oficiales de las SS y de varios soldados. Permanecieron de pie en el amplio e iluminado recibidor hasta que aparecieron la maestra suiza y la matrona italiana.
– Señoras – dijo el capitán al mando en un perfecto francés. Nos consta que en esta maternidad se acogen enemigos de las autoridades de ocupación.
Elisabeth Eidenbenz mudó el color y quedó callada. Fiorella intentó permanecer tranquila, sabía que aquellos tipos, como sus perros, olían el miedo. El oficial prosiguió.
– Deben entregarnos a todas las madres y niños sionistas para su deportación a lugares de reeducación.
Se hizo un profundo silencio. Habían esperado aquel momento jugando con la buena suerte y con cierta permisividad de las autoridades locales. Ahora tenían frente a ellas a individuos convencidos de su “misión” y de poco servían subterfugios. Durante aquellos casi cuatro años Fiorella se había convertido en la portavoz de la maternidad en los momentos difíciles y fue ella la que tomó la palabra.
– Capitán, no quiero ocultarle que, en contadas ocasiones y únicamente
por motivos humanitarios, hemos albergado algunas madres judías. Siempre el menor tiempo posible – mintió Fiorella, con tal convencimiento y tranquilidad que parecía preparado para aquel momento. No obstante – prosiguió con el mismo aplomo–, después de las decisiones de las autoridades el pasado julio, nos deshicimos de todas esas personas.
– ¿Podríamos comprobar su registros, madame?
– Por supuesto, capitán. Fiorella hizo un gesto para que una de las enfermeras le trajera un libro con la lista de residentes.
– Aquí están los niños nacidos en este último año.
– ¿Todos?
– Todos. Anotada la fecha de nacimiento y el nombre de pila.
– ¿Y los apellidos, la nacionalidad, el tipo de culto?
– ¿Para qué conocerlos? La miseria no tiene patria ni religión. Esto no es un registro burocrático ni estadístico, es una maternidad. Una vez cumplen un tiempo de estancia abandonan la casa – dijo Fiorella, asombrada de su propia serenidad.
El oficial alemán la miró desafiante. Fiorella mantuvo su mirada y pudo verse reflejada en la retina de su interlocutor, se sentía poseedora de una fuerza interior que la protegía de la intimidación de los SS. Ninguno de los dos tenía intención de arrugarse y por un instante, el nazi sintió algo parecido a la admiración cuando comprobó que ni su uniforme ni su feroz pose intimidaban a la joven. Ojeó la documentación que le habían entregado.
– Pepe, Anselmo, Antonio…, Carmen, Macarena. ¿Qué nombres son estos?
– Nombres españoles… y franceses – contestó Fiorella para aumentar
la confusión de los alemanes. Elisabeth permanecía callada en la tensa espera de un estallido verbal por parte de los SS. Algunas madres y enfermeras se asomaban disimuladamente al amplio recibidor tratando de adivinar en las expresiones de “la señora Isabel”, como llamaban a su benefactora suiza, el resultado de aquel combate verbal.
– A partir de hoy, cualquier nuevo ingreso deberá ser comunicado a las autoridades con el nombre, apellido y procedencia de los padres.
– Así lo haremos, capitán.
– Cualquier irregularidad conllevará al cierre del establecimiento.
¿Está claro?
– Muy claro.

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Madres conversando en Elna.

 

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… En aquel momento regresaron los niños que estaban jugando en el jardín. Frases infantiles en francés, español y también en alemán resonaron en el espacio casi circular del amplio vestíbulo. Algunas madres les llamaban amorosamente al orden,reprendiendo a Pedrito comiéndose la erre o a llamando a Macarena imprimiendo una k tan fonética que cualquier andaluz se hubiese partido de risa. Allí estaban todos, sanos y libres, bajo el manto protector de la maternidad que fundara Elisabeth, traídos a este mundo y defendidos con uñas y dientes por Fiorella, cada vez más feliz con su cometido.
– Se acerca la Navidad – dijo Fiorella, tratando de eliminar todo vestigio del dramatismo vivido.
– Cierto. ¿Recuerdas aquella Navidad en España?
– Cómo voy a olvidarla, el caso es que esta será mejor, podemos compartirla con nuestros niños. ¿Tienes todavía la grabación de Pau Casals?
– Claro, querida, la conservaré toda mi vida.
Un par de enfermeras llevaron a los críos al comedor y las madres se disponían a ayudarles durante su comida. Los coches nazis habían ya desaparecido por la carretera que conducía a Elna. Una de las mujeres se puso de parto difícil.
– Preparadlo todo – dijo Fiorella –. Hoy toca milagro.

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Fragmento de Pingüinos en París

Un par de horas antes de que el sol despuntara, apareció uno de los gendarmes montado en bicicleta. Iba de paisano y parecía tener mucha prisa; derrapó en las piedrecitas del jardín y dejó la bicicleta tirada en el suelo sin molestarse a levantarla. Se dirigió corriendo a la puerta del caserón y, sin utilizar el timbre, golpeó con precaución en el portalón. Como siempre ocurría en estos casos de visita policial fue Fiorella quien bajó a recibirle.
– Por Dios, Pierre… qué horas son estas, dijo abriendo el portón y sujetándose la bata a la altura del pecho con la mano izquierda.
– Fiorella, dentro de un par de horas vendrán los de las SS, no se trata de una visita de cortesía, esta vez vienen a clausurar la maternidad y a llevarse a todos los judíos. Créeme, hoy no servirán de nada tus argucias, tienen órdenes de arriba.
Fiorella agradeció al gendarme su aviso y corrió a contárselo a Elisabeth.
– Tienes que marcharte con las mujeres y los niños judíos. Yo me quedaré con las francesas para recibirlos y tratar de que no cierren el establecimiento.
– No, Fiorella, tú tienes más coraje que yo, debes ser tú quién saque a esta gente. Yo, como responsable, esperaré a los alemanes. Ahora mismo llamaré a la embajada Suiza para ponerlos al corriente.
Reunieron a las madres y a los niños. Todas las que podían ser identificadas como judías, que era la mayoría, se prepararon para un nuevo éxodo antes de que llegaran los alemanes. Cogieron lo indispensable y salieron al camino que conducía a Elna. Por fortuna todavía no había amanecido. Era un grupo de más de cuarenta personas entre madres e infantes, demasiados para pasar desapercibidos.
Decidieron alejarse por caminos distintos. Quedaban media docena de pequeños huérfanos o de padres desaparecidos. Fiorella cogió algo de comida, dinero y el viejo Renault que utilizaban en la maternidad; subió a los niños, se despidió de la enfermeras y, después de besar a Elisabeth con mucha ternura, tomó la carretera rumbo a la costa.
Apenas media hora después llegaron cuatro vehículos militares con la cruz gamada y desplegaron dos docenas de SS alrededor de la casa. El capitán alemán preguntó por Fiorella.
– Hace dos días que se fue, tenía asuntos que resolver – respondió Elisabeth.
– Bien, debo comunicarle que este lugar queda clausurado por orden de las fuerzas de ocupación alemanas y todos los judíos deberán ser conducidos a un campo de trabajo.
– No tenemos hebreos en Elna. Ya se lo dijo Fiorella en su última visita, solo refugiados franceses.
– Eso lo veremos – exclamó altanero el capitán, mientras su expresión se tornaba dura y su rictus acre.
Congregaron en el recibidor al resto de madres con los niños y el personal de la maternidad. Mostraron sus documentos de identidad avalados por los cuños del gobierno de Vichy. Uno a uno fueron revisados y algunas madres separadas del grupo y conducidas con sus hijos a uno de los vehículos alemanes. La frustración de los SS era evidente, aquel reducido grupo no era toda la población habitual de Elna. Se sentían burlados. Por fortuna sonó el teléfono, era el aviso de la conferencia con la embajada suiza en París solicitada por Elisabeth. Cogió el teléfono y expuso a su embajador  lo que estaba sucediendo, lo hizo en alemán para que el oficial entendiera de lo que estaban hablando. Al finalizar pasó el aparato al capitán. “El embajador quiere hablar con usted”, dijo.
El oficial cogió el teléfono con rabia y escuchó cómo desde el otro lado del auricular el diplomático suizo le hablaba de neutralidad, de la Cruz Roja suiza y de la intervención de Jacob Burckhardt, un directivo suizo de la Cruz Roja y persona muy influyente en los círculos gubernamentales del Reich. El capitán atendió durante algunos minutos las explicaciones del canciller.
– No se preocupe herr Albert, su compatriota será tratada con todo respeto – colgó el teléfono, giró sobre sus talones.
– Tienen ustedes veinticuatro horas para abandonar la maternidad.
Mañana será cerrada y clausurada indefinidamente. Le extenderemos un salvoconducto para que pueda regresar a Suiza – dijo.
– ¿Y las demás? – dijo Elisabeth.
– Podrán desplazarse libremente y serán responsabilidad de las autoridades del lugar a donde se trasladen. En cuanto a sus enfermeras y personal, quedarán a disposición de la Gendarmerie de Elna. Abandonaron el edificio de la maternidad advirtiendo que regresarían al día siguiente para clausurar los accesos y detendrían a cualquiera que continuase en la residencia. Elisabeth preparó su maleta mientras las lágrimas resbalaban por su rostro. Miró aquellas paredes entre las que tantos niños habían venido al mundo y guardó entre sus cosas el disco de Pau Casals…

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