CANCIONES PARA LA NOVELA
No hay una buena novela sin amor, sin sensaciones… sin canciones. Estas son algunas de las que aparecen en Pingüinos en París, su silente banda sonora.
La canción de La Nueve
Por las noches, él le hablaba de sus sueños, de su hijo Daniel de cinco años que ya empezaba a leer partituras, y luego cantaba tan solo para ella “La dame blanche” de Boieldieu…
Fragmento de Pingüinos en París
El vetusto autobús atravesaba como una hormiga recolectora aquellos parajes, juntando caminos. Hugo Martínez miraba asombrado el inmenso jardín natural que se abría a su izquierda y derecha, a un lado amapolas rojas y al otro, violetas. Separadas por el ocre de la carretera le recordaba las últimas semanas vividas en Barcelona, con la proclamación de la ansiada República. Había previsto este viaje a la Toscana antes de que se precipitaran los acontecimientos. Sonrió al pensarlo. Inició el curso bajo el reinado de un Borbón putañero y bobalicón y lo había terminado con la bandera tricolor inhiesta sobre la Universidad.
Fragmento de Pingüinos en París
Aquella noche de vino y conversación política derivó, casi sin pretenderlo, en la proposición de Pietro para hacer una visita al famoso Casino de Madame Sitrì…
Fragmento de Pingüinos en París
El casino de madame Sitrì
En una de ellas, los amigos y sus acompañantes se sentaron en el gabinete que presidía el rutilante piano. Nicoletta se dirigió a David, el joven que franqueaba la entrada a los visitantes, y le susurró algo al oído. Él asintió con la cabeza y, sin pronunciar palabra, se dirigió al instrumento, se sentó en la banqueta, levantó la tapa y acompañándose con el teclado empezó a entonar una famosa aria de la ópera Gianni Schicchi de Puccini.
Fragmento de Pingüinos en París
Una de las actuaciones más aplaudidas por todos era la de Claire Waldoff, rutilante figura de la canción ligera o schlager y que el Berlín mundano bautizó como “chansons”. Sus temas procedían de viejas canciones alegremente “interpretadas” en los bares por los berlineses con una jarra de cerveza en la mano y el rostro y la papada enrojecidos por el exceso de alcohol. Por eso, ver aparecer a la ambigua Claire con corbata, blusa y media melena con un peinado inequívocamente masculino, mientras fumaba y maldecía desde el escenario y entonaba canciones propias de tabernas berlinesas, levantaba pasiones de diverso signo. Escuchar su voz rota y profunda al cantar Fritze Bollmann elevarse poderosa hasta los dieciocho metros de la cúpula, era algo más que un espectáculo. Era toda una experiencia…
Fragmento de Pingüinos en París
David, el joven músico y cantante, amenizó la velada con su violonchelo. Las notas del solo para cello del preludio de la suite número uno de Juan Sebastián Bach inundaron la sala y se ondularon entre las copas y las botellas, aterrizando armoniosamente entre platos y cubiertos, escapando victoriosas hacia las llanuras toscanas.
Fragmento de Pingüinos en París
La Bella, que parecía más alta desde su posición en el escenario, era una atractiva mujer con un gracejo especial para moverse por las tablas, una espléndida sonrisa y un sensual encanto al dirigirse a “su” público. Los asistentes, en su mayoría hombres, aplaudieron a rabiar en cuanto Dorita empezó a buscar la pulga en los rincones más celebrados de su anatomía mientras cantaba.
Fragmento de Pingüinos en París
Uno tras otro se fueron sucediendo los números humorísticos y musicales. El público llegó al clímax al aparecer una joven cupletista, de largas y hermosas piernas, que cantaba Mañana por la mañana te espero Juana en el café… El auditorio coreaba el estribillo como si lo hubiesen entonado toda su vida: Ya sabes que tengo ganas de verte Juana la punta el pie… la punta el pie, la rodilla, la pantorrilla y el peroné… Era el canto alegre, desenfadado y pícaro de aquel lugar donde todo misterio desaparecía al caer las ropas y brotar las risas. Solo persistía una incógnita entre el entusiasmado público: ¿A quién cedería sus favores aquella noche la Bella Dorita?
Fragmento de Pingüinos en París
En el momento en que la pareja pronunció el sí, David entonó el precioso Ave María de Gounod acompañado al piano por madame. Durante la interpretación ella pensó que su padre estaría muy orgulloso de él. No pudo evitar preguntarse por el apuesto tenor que la enamoró en París. Las chicas del casino lloraban de alegría. Eran las vestales paganas de aquellas diosas, una en el altar y otra en el piano, herederas de aquella cincelada en piedra sobre el estanque de la finca, diosa del amor, nacida de las olas. La antigua Tran etrusca o la romana Venus.
Fragmento de Pingüinos en París
Durante la comida, entre risas y juegos, surgió el obligado O sole mio, la canción napolitana por escelencia, que los presentes con mayor o menor afinamiento cantaron en nnaupolitano en honor a la novia, en la creencia de que Nicoletta era de Nápoles…
Fragmento de Pingüinos en París
Sabía que Hollywood era un mundo difícil y ella apenas hacía dos años que había aterrizado en los Estados Unidos. Por otra parte, era conocida por su apoyo a la causa republicana española y el mundo del cine desconfiaba de su ascendencia alemana. Un coctel demasiado explosivo para ser saboreado sin atragantarse por el público americano, complaciente con divorcios, infidelidades y escándalos, pero poco indulgente con los temas políticos y las ideas progresistas…
Fragmento de Pingüinos en París
Buscaron sus localidades y se sentaron. Fiorella alargó su mano para coger la de su acompañante mientras se levantaba el telón. En el bosque de los druidas se representaba el drama de una historia de amor truncada. Fiorella escuchaba de boca de la bella sacerdotisa la invocación a la diosa Luna, el aria la “Casta Diva”. Norma consagra como ofrenda una rama de muérdago e implora que extienda la paz sobre la tierra. Sin querer su mente voló a los renglones de una de las cartas de Nicoletta, en España los hermanos seguían matándose y la paz era una lejana utopía.
Fragmento de Pingüinos en París
María Teresa León una escritora e intelectual y compañera de otro poeta, un tal Rafael Alberti, que a Gerda le pareció muy atractivo, le hablaba del caserón como si de un ser vivo se tratara. “Le queremos…”, decía de él, “y mira que es feo. Se queja, llora por las noches, sus escalinatas suenan como un minueto o una serenata de Boccherini, según el tiempo que haga fuera”. Gerda se rio a gusto, aquella mujer irradiaba una personalidad extraordinaria. John Dos Passos les mostró aquellos salones de muebles ostentosos, nada funcionales, fabricados en caoba o teca, que parecían esconder un secreto… o un cadáver, según su tamaño.
Fragmento de Pingüinos en París
Aquel día de septiembre, Elisabeth estaba particularmente contenta. Había recibido para sus niños un par de cajas de leche condensada, de las treinta que había enviado desde Francia el compositor Pau Casals para los distintos comedores infantiles. Ambas se preguntaban quién era aquel concertista del que todos hablaban. Un médico del hospital, viendo el interés de Fiorella, le regaló un disco de la Columbia Gramophone Company con una interpretación de Pau Casals. Ella leyó el título con su acento siciliano: El cant del ocells. “Es un antiguo canto popular catalán que significa…”, dijo el médico. “Il canto degli uccelli, – respondió ella – recuerde, doctor, que en mi isla hablamos casi catalán”. El médico esbozó una sonrisa de satisfacción.
Fragmento de Pingüinos en París
Los acontecimientos, en el territorio que hasta entonces había controlado el gobierno de Vichy, habían dado un vuelco dramático. La sumisión de Pétain y de Laval y el colaboracionismo criminal de Darnand no les eran suficientes a los alemanes. La presencia de la Wehrmacht inundaba de uniformes nazis toda Francia. Erika, la marcha preferida de su infantería, resonaba en las calles de las ciudades mediterráneas y era tatareada por paisanos y jóvenes franceses de ideología nacionalsocialista, germen de la Milice Française que sería creada muy pronto bajo la dirección del mismísimo Darnand, un ultraderechista héroe de la Guerra del 14.
Fragmento de Pingüinos en París
Una de las compañías, dirigida por su capitán, empezó a cantar la canción Ce n’est qu’un revoir. A las notas y a la letra francesa de la pieza se fueron añadiendo voces con el texto en castellano “Solo os decimos hasta pronto…”, cantado con acento canario, andaluz, gallego o asturiano, el acento catalán y valenciano incorporó la letra de l’hora dels adéus y David y Pietro la versión italiana de L’ora dell’addio. Faltaba solo el vozarrón aragonés de Martín Garcés, que acabó añadiéndose al coro general en su despedía de Inglaterra.
Fragmento de Pingüinos en París
Lili Marleen
A través de las ondas, diariamente a las 21.57, recorría trincheras y frentes, salvando la barrera de los idiomas, las patrias y las necedades, contando simplemente la historia de amor de un hombre y una mujer. Lili Marleen, sería el canto de paz de millones de combatientes de una u otra bandera. La radio había hecho un nuevo milagro.
Fragmento de Pingüinos en París
Las notas del Bésame mucho, de Consuelito Velázquez, con un solo de piano de David, estremecieron a todos los presentes. Los boleros de ritmos latinos y letras en castellano, que David y Daniel Hernández interpretaban, dependiendo de la gravedad de voz que requería la pieza, eran traducidos a las inglesas por los galantes españoles y sus letras hicieron estragos entre ellas. A partir de entonces The Black Bull fue conocido en todo Pocklington por su quinteto, sus pintas de cerveza y por ser el lugar preferido de las jóvenes de la ciudad; también de los demás componentes de La Nueve.
Besame Mucho por Cesaria Evora. Una gran versión.
Fragmento de Pingüinos en París
David Sitrì dio un espontáneo concierto dedicado a Beethoven con las sonatas Nº 10, la 17 y la 14, que muchos reconocieron como el Claro de luna. Ver a aquellos curtidos combatientes apoyados en sus catres y en sus macutos o sentados en el lujoso suelo del comedor, escuchando las notas que prodigiosamente surgían de las manos de su compañero bajo la tenue luz obligada por las medidas de seguridad, era todo un espectáculo.
Fragmento de Pingüinos en París
Los tres rieron la ocurrencia de Jacinto mientras apuraban el resto de sus pintas. El silencio exterior era la mejor de las razones para sentirse felices y los parroquianos lo demostraban con entusiasmo. “Cántanos algo Bowen”, dijo una clienta. El locutor, que era incapaz de resistirse a una invitación de este tipo, sobre todo si partía de una mujer bella, empezó a entonar la popular Green sleeves, que pronto siguieron todos los presentes. La fuerza de las notas del canto tradicional que según la leyenda compusiera Enrique VIII para su amante Ana Bolena, se extendió por todo el pub.
Fragmento de Pingüinos en París
El sábado antes de la partida cenaron con Pietro y Jorge en casa de Bowen en el 32 de Old Church street. La cena fue animada, nadie habló de la inminente partida de Hugo a Barcelona, aunque sabían que iba a ser pronto. Terminaron la noche en el Old Bell, entre alegres canciones y concluyendo con Whiskey in the jar, una canción tradicional irlandesa y que cualquier bebedor británico que se precie debe conocer.
Fragmento de Pingüinos en París
Llega la noche, Hugo, Amado Granell, Elías y Campos aconsejan a los hombres descansar cuanto puedan; mañana será una jornada difícil. Dronne tiende su saco de dormir en la acera entre su jeep y el half – track de mando “Les Cosaques”. En la oscuridad oye a un grupo de sus hombres cantar El paso del Ebro. Lo ha escuchado tantas veces que cuando llegan al estribillo tararea con ellos. “¡Ay, Carmela, ay Carmela!”
Fragmento de Pingüinos en París
La escolta se puso en marcha. Desfilaron entre vivas y ovaciones de los ciudadanos y de los resistentes de las FFI convertidos en activos espectadores. Los cantos de la Marsellesa repetían: “Libertad, libertad querida…”, y los feroces soldados de La Nueve marchaban por la Avenida de los Campos Elíseos. Los días de gloria habían llegado. Entre el público alguien desplegó una bandera republicana española de veinte metros. La emoción recorrió la médula espinal de aquellos hombres. “¡París, Berlín, Barcelona… Madrid!”, empezaron a gritar.
Fragmento de Pingüinos en París
… y París se libera
Ya solo, Hugo se reclinó para soñar despierto mirando las estrellas que cubrían la bóveda celeste, imaginó al Sena discurriendo como una mágica serpiente a través de París e hizo un canto pagano a las deidades que habían protegido a la ciudad: “Puentes del Sena, dejad que el amor me colme antes de que el cielo me reclame entre sus estrellas y que el camino de la vida transcurra feliz. Soy libertad, cielo y río… y estoy enamorado”. Las luces brillaban cercanas. Podían oírse gritos de alegría y en algún gramófono cercano aquel J’attendrai de Rina Ketty que escuchara con Nicoletta: J’attendrai le jour et la nuit. J’attendrai toujours ton retour. Repetían los ecos del bois de Boulogne.
Fragmento de Pingüinos en París
¡Un selección magnífica, y sorprendente que las conozco casi todas y las dos irlandesas hasta las toco y canto! ¡Felicidades y gracias!
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