En el número 37 de la rue Froidevaux muy cerca de la entrada de metro Denfert-Rocherau en París, está situado el apartamento que Robert Capa alquiló para vivir con Gerda Taro. A la muerte de su compañera el fotógrafo siguió habitándolo. Está frente al vecino cementerio de Montparnasse, tanto, que al lado de la puerta que da acceso al callejón por donde se accede al portal existe un negocio de artículos funerarios. No sé ahora, pero en los años 30 y 40 el propietario era a su vez el arrendador de Capa.
Froidevaux 37, París. Fotos Ana Elisa Martínez. Agosto 2014
El automóvil tomó camino en dirección al cementerio de Montparnasse, atravesó la plaza Denfert-Rocherau y paró a la altura del número 37, frente a las tapias del cementerio. Endre pagó al taxista y agarró la maleta de Gerda que parecía más que interesada. Estaban frente al paso de un callejón privado, cerrado por una verja, que daba acceso a los edificios. “Bon jour madame”, le dijo Endre a la portera que corrió para abrirles la cancela. Anduvieron unos metros hasta el inmueble, la puerta del mismo abrió sus dos verdes hojas al paso de los amantes. Subieron por la escalera de madera hasta el segundo piso y giraron por el pasillo de la derecha. Dejó la pesada maleta en el suelo, abrió la entrada al apartamento y levantó en sus brazos a la liviana Gerda. “Nuestro hogar”, dijo con convicción. Gerda se sintió transportada. El estudio le pareció magnífico pese a la desnudez mobiliaria. Endre había pintado las paredes y la escalera de caracol que se enroscaba camino del piso superior. “Me encanta”, dijo, mientras imaginaba mentalmente qué muebles poner. “Pocas cosas… pero bonitas”, pensó. Acarició el rostro de Endre y le besó en los labios.
Fragmento de Pingüinos en París (Bajo dos tricolores)
Froidevaux 37, París. Fotos de Ana Elisa Martínez, agosto 2014
Se alojaron en el taller de Capa, en la rue Froidevaux, en pleno Montparnasse y junto a las tapias de aquel cementerio mítico, guardián del último hogar de los Baudelaire, Maupassant o Foucault; del compositor Berlioz o de Degas. Fantasearon con la posibilidad de que en las noches parisinas las bailarinas de Degas danzaran al compás de la Sinfonía Fantástica, armonizada por el inexorable batir del péndulo de Foucault. Imaginaban a Margarita Gautier y Armando Duval, envueltos por el perfume de las cercanas camelias, sentados en aquel jardín donde el árbol de la vida ya no crecía, leyendo los poemas de Las flores del mal de Baudelaire, con toda una eternidad por delante. Y un poco más allá, Guy de Maupassant empeñado en suicidarse por enésima vez sin saber que ya estaba muerto.
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